sábado, 26 de diciembre de 2015

La melodía de los galachos. Lo que queda cuando nada queda

El cuerpo humano produce humores que inequívocamente se asocian con ciertos estados. Las lágrimas materializan  la tristeza, el sudor es trasunto del esfuerzo. También el hambre o la excitación producen fluidos. Creo que lo decía Santo Tomás y lo repite Coetzee, no somos dueños de nuestras erecciones. Y si de eso fuera de lo único que no somos dueños...
Somos un cuerpo como es un cuerpo cualquier otro animal, pero, a diferencia de ellos, al mismo tiempo, tiempo tenemos un cuerpo (1). Entre el cuerpo que es y el que se tiene media la conciencia, todo aquello que nos hace seres excéntricos, desdoblados, reflexivos, inevitables observadores de nosotros mismos.
La condición humana es fronteriza, en desequilibrio equilibrado permanente, en el mejor de los casos, y no constituye tanto una categoría en sí misma como una negociación entre categorías. Si no existes más que en tu inmediatez, si sólo vives y experimentas, tu cuerpo es en demasía y corres el riesgo de comportarte como un pequeño salvaje, como bestia sin domesticar, atenta solo a lo crudo; si te distancias de tu experiencia inmediata, si tu cuerpo es  tenido por ti demasiado a distancia, tiendes, dicho vulgarmente, a mear colonia, víctima de lo cocido. Una danza imposible entre ser primario o secundario a cada instante  es lo que hay que bailar, como habrán puesto de manifiesto los cenones de estos días.
La naturaleza es y basta, no conoce la piedad, quizá por eso el sufriente R. Darío envidiaba a la piedra dura, “…porque esa ya no siente/pues no hay dolor más grande que el dolor de estar vivo/ ni mayor pesadumbre que la vida consciente”.
Pero Natura también tiene sus fluidos y las hojas que caen, las hojas de otoño, son la materialización del tiempo que se va sigilosamente, un año más. Ella nos ignora, pero sirve para conocernos, para sentirnos. Mi parte pensante no puede dejar de ver en la hoja un anhelo incumplido, un momento feliz que se fue o no llegó a ser, hasta cubrir el suelo de hojarasca cada cierto tiempo. Cuando sopla viento, empiezan los remolinos de la inquietud, el amasijo de la desazón. Soy cierzomaniaco, siesomanío, cada poco me tiemblan los cimientos. Pero me recupero y en seguida llamo a mi servicio de limpieza, que he externalizado y diversificado. Lo llevan empresas solventes con las que, sin embargo, soy ingrato y mal pagador, amigos, lecturas, terapeutas, que me dan buenos barridos. No dejo que usen lejía, porque quiero quedarme con el regusto de lo que perdí, si no, en qué voy a pensar al ver caer las hojas de otoño, las mismas que me ahogan cuando se acumulan.

(1) Vid. Critchley, Simon, Sobre el humor, quálea editorial, 2010.


Fotos: Teodoro Felix








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