El cuerpo humano produce humores que inequívocamente se
asocian con ciertos estados. Las lágrimas materializan la
tristeza, el sudor es trasunto del esfuerzo. También el hambre o la excitación
producen fluidos. Creo que lo decía Santo Tomás y lo repite Coetzee, no somos
dueños de nuestras erecciones. Y si de eso fuera de lo único que no somos dueños...
Somos un cuerpo como es un cuerpo cualquier
otro animal, pero, a diferencia de ellos, al mismo tiempo, tiempo tenemos un
cuerpo (1). Entre el cuerpo que es y el que se tiene media la
conciencia, todo aquello que nos hace seres excéntricos, desdoblados, reflexivos,
inevitables observadores de nosotros
mismos.
La condición humana es fronteriza, en desequilibrio
equilibrado permanente, en el mejor de los casos, y no constituye tanto una
categoría en sí misma como una negociación entre categorías. Si no existes más
que en tu inmediatez, si sólo vives y experimentas, tu cuerpo es en
demasía y corres el riesgo de comportarte como un pequeño salvaje, como bestia sin domesticar, atenta solo a lo crudo; si te distancias
de tu experiencia inmediata, si tu cuerpo es tenido por ti demasiado
a distancia, tiendes, dicho vulgarmente, a mear colonia, víctima de lo cocido. Una danza imposible
entre ser primario o secundario a cada instante es lo que hay que bailar, como habrán puesto
de manifiesto los cenones de estos días.
La naturaleza es y basta, no conoce la piedad,
quizá por eso el sufriente R. Darío envidiaba a la piedra dura, “…porque esa ya
no siente/pues no hay dolor más grande que el dolor de estar vivo/ ni mayor
pesadumbre que la vida consciente”.
Pero Natura también tiene sus fluidos y las hojas que caen,
las hojas de otoño, son la materialización del tiempo que se va sigilosamente,
un año más. Ella nos ignora, pero sirve para conocernos, para sentirnos. Mi
parte pensante no puede dejar de ver en la hoja un anhelo incumplido, un
momento feliz que se fue o no llegó a ser, hasta cubrir el suelo de hojarasca
cada cierto tiempo. Cuando sopla viento, empiezan los remolinos de la
inquietud, el amasijo de la desazón. Soy cierzomaniaco, siesomanío, cada poco me tiemblan los cimientos. Pero me
recupero y en seguida llamo a mi servicio de limpieza, que he externalizado y
diversificado. Lo llevan empresas solventes con las que, sin embargo, soy
ingrato y mal pagador, amigos, lecturas, terapeutas, que me dan buenos
barridos. No dejo que usen lejía, porque quiero quedarme con el regusto de lo
que perdí, si no, en qué voy a pensar al ver caer las hojas de otoño, las
mismas que me ahogan cuando se acumulan.
(1) Vid. Critchley, Simon, Sobre el humor, quálea
editorial, 2010.
Fotos: Teodoro Felix
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