sábado, 21 de noviembre de 2015

Tras la pleamar de los atentados no estaría de más leer alguna gran novela sobre terrorismo

 

Pasada la efervescencia informativa que han producido los recientísimos atentados parisinos y al poco del ocurrido en Mali, le entra a uno una especie de melancolía, la misma que sufre quien pasea por la playa recién azotada por el temporal, devasta por las olas. Lo peor ha pasado, pero volverá a ocurrir,  vas pensando mientras miras aquí y allá, a la búsqueda de restos que transmitan la emoción de lo ocurrido, sin caer en la cursilería, evitando también  las imágenes truculentas. De los atentados de hace unos meses contra Charlie Hebdo  me quedé con el corte de mangas con el que al parecer se despidió Charb, el director de la publicación, de su asesino. La prensa no insistió demasiado en el asunto, pero a mí me resultó de una elegancia suprema. Por fortuna, los medios franceses nos han ahorrado los primeros planos de las escenas del horror y ha quedado claro que no añaden ninguna nota de mayor dolor a lo ocurrido. Basta saber que alguno de los asistentes al concierto del Bataclan que cayeron bajo las balas de los terroristas tenía veinte o veintiún, que estaba solo o con una hermana, que también cayeron viejos roqueros,  que alguno se salvo porque llegó tarde. Hay más, pequeños gestos de quien empujó a otro a un rincón y se puso encima o el enfermero que se encontró haciendo un masaje cardiaco a uno de los terroristas, lleno de cables para hacerse explotar. Pero si aumentamos el detalle se pierde la perspectiva y el rarísimo ejemplar de árbol no nos deja ver el bosque. Basten las fotos de la cara de los muertos cuando estaban vivos, saber que era un viernes por la tarde como muchos otros, que hacia bueno, que quizá estaban encendidas esas estufas que tienen las terrazas al aire  libre, y que de repente  a unos pocos desgraciados les cayó encima una lluvia de proyectiles. Como en las mejores películas neorrealistas,  no hace falta lo excepcional para comprender la profundidad del drama, la revelación llega tras acumularse pequeños detalles, los mismos que nos pasan inadvertidos a diario.

Este paréntesis en que parece que empiezan a callar los tiros, todavía con esa mezcla de estupor y curiosidad por entender lo ocurrido, quizá es buen momento para recordar que la buena literatura ha dado cuenta del fenómeno terrorista con bastante profundidad. Hace un par de años M. Rodríguez Rivero reseñaba brevemente un ensayo al respecto:

“…ultimo la lectura de El laboratorio del miedo (Crítica), de Eduardo González Calleja, una “historia general del terrorismo” que estudia el fenómeno globalmente y en su evolución a lo largo de la edad contemporánea, señalando las profundas rupturas y diferencias de cada generación terrorista con la anterior. González Calleja tipifica cinco grandes ciclos de violencia terrorista, cada uno de los cuales dura en torno a cuarenta años, pero cuya actividad se solapa con la del que lo precede o lo sigue: los movimientos populistas, nihilistas y anarquistas (1870-1914); los movimientos de subversión armada en los estados nacionales (1905-1945), incluyendo las tentativas de los marxistas revolucionarios, los fascistas y ultranacionalistas; los movimientos anticolonialistas de liberación nacional (1945-1965); la violencia revolucionaria de la “nueva izquierda” (1965-1980), incluyendo la de los movimientos separatistas (ETA, IRA) ; y, por último (por ahora), el terrorismo étnico-nacionalista y el de los movimientos integristas y fundamentalistas (1979-2012). Generacionalmente interesante me ha resultado el análisis de la violencia terrorista surgida a partir del reflujo revolucionario del 68: la Baader-Meinhof y la RAF en Alemania, los “años de plomo” en Italia, etcétera, incluyendo un breve análisis de la alternativa violenta (primero al franquismo, luego a la frágil democracia de la Transición) propiciada por algunas organizaciones de la extrema izquierda española (FRAP, GRAPO)”.

Bastaría cambiar año 2012 del penúltimo paréntesis de la cita por 2015 para darnos cuenta de que estamos en el mismo periodo de unos cuarenta años que empezó a finales de los setenta, el del terrorismo de los movimientos integristas y fundamentalistas.

Pero a mí, más que los análisis sociopolíticos, me interesa la vida del terrorista, saber cómo se llega a engrosar las filas de un grupo asesino, conocer sus motivaciones profundas y la manera en que se articulan a través del acto criminal. Me acuerdo a menudo de una escena de la película La mejor juventud (2003) en la que una futura terrorista abandona marido e hija  pequeña para engrosar las filas de las Brigadas Rojas. Se levanta a escondidas del lecho conyugal y abre la puerta de su casa. Una luz cegadora proveniente del descansillo la ilumina. Entre tanto, el marido, se ha dado cuenta de lo que pasa y sale tras ella. A pecho descubierto, desde la mediocre penumbra del interior le recuerda que están casados, más o menos felizmente, que tiene un una hija pequeña… Pero la luz cegadora del exterior es demasiado poderosa para quedar enturbiada por el trabajo, los hijos, el marido, las obligaciones diarias que poco reportan y mucho exigen. La llamada de la utopía es un canto de sirena al que que aquel que le presta atención difícilmente puede resistirse, más, si si las sirenas son hábiles estafadores morales y prometen una redención absoluta, una embriagadora pureza que haga olvidar la pesada mochila que llevan a cuestas muchos de los terroristas islamistas, en la que se mezcla un gran vacío personal y una trayectoria errática en una sociedad que ofrece pocas salidas. Cuesta aceptarlo, pero como señala hoy mismo Ian McEwan en una entrevista concedida a Babelia, “la utopía es una de las nociones más destructivas en la historia del pensamiento humano. La idea de que puedes formar una sociedad perfecta, ya sea en esta vida o en otra posterior, es muy destructiva. Porque la consecuencia es que no importa si has matado a un millón de personas por el camino: el objetivo es la perfección y eso disculpa cualquier crimen…”. Pero, al tiempo, como va quedando claro, la idea utópica es un bicho muy malo que no se mata solo con piedra ni palo, aunque haya que darle también palizas. Seguramente, en mayor o menor medida, el camaleónico fenómeno terrorista estará siempre presente en el capitalismo desarrollado de las sociedades abiertas, poco convincentes para una población residual, poco seductoras para quien no disfruta de sus bienes, fábricas de descreídos en la vida terrenal, enamorados del más allá.

En fin, que quien quiera conocer la vida de alguno de ellos, su medio, su manera de producirse, la gestación de su terrible elección, lo mejor que puede hacer es acercarse a las novelas que proponía el mismo Rodríguez Rivero en su artículo:

“Piotr Verjovenski (Demonios, 1871-1872, Dostoievski), Adolf Verloc (El agente secreto, 1907, Conrad) y, un poco más cerca, Benjamin Sachs (Leviatán, 1992, Auster)”

Yo, a esos tres personajes, entre los que el que me cae más simpático es Sachs, que va dejando estatuas de la libertad allí donde pone una bomba, un poco como Zorro iba poniendo Zetas,  añadiría el homenaje que hizo Coetzee a Dostoievski, El maestro de Petersburgo (1994), aunque el terrorista sea un personaje ausente en cuya búsqueda acude el padre. Tampoco me olvidaría de la hija del protagonista de Pastoral americana, primero terrorista tardo adolescente y después jainita. En el ámbito doméstico, recuerdo en la distancia El hombre solo (1993), de Atxaga y Años lentos (2012), de F. Aramburu, en el que el papel del imán radicalizador lo ejerce un cura no menos radicalizado. Ya se sabe, el paraíso, la utopía, es un bicho muy malo.

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