León, octubre de 2015. Meto la máquina de fotos a través del hueco que queda entre los paneles que han colocado para cerrar el hueco de la taquilla, antes seguramente cubierto con un cristal. La reja, con la puertecilla central a través de la que se pagaba, evoca la entrada de un gran edificio. El contraste entre el aire señorial del proyecto y el semiabandono en que se encuentra en la actualidad me llaman la atención. Con la ayuda del flash, sin saber lo que estoy fotografiando, disparo varias veces. El resultado son las fotos que aparecen en esta entrada.
Todos los cines de barrio y muchos de estreno cerraron al mismo tiempo hace no sé cuántos años. De un día para otro amanecieron abandonados. Fue cuando definitivamente ya no se podía llevar la merienda de casa, ni botellas de vidrio con agua del ayún, ni comer pipas, ni entrar y salir de la sala para descansar de tantos romanos, cuando en las filas de atrás ya no hacía el mismo calor y las manos habían dejado de ser felices. De repente, los programas dobles dejaron de existir, no tuve nunca más jaquecas producidas por las caras de aquellos pistoleros espagueti que tocaban la armónica del infierno. También mi abuela, con la que iba al cine, se ausentó silenciosamente una noche para siempre. Entró por la boca del metro de Manuel Becerra y no la volví a ver. Antes, como todos los días, había dejado la cena casi hecha, las patatas fritas, a la espera de que volviera mi madre para freír los huevos. O quizá no, los huevos siempre estuvieron hechos, en un nebuloso nimbo sin tiempo, un milagro siempre reciente, calentito aún. Murieron aquellos cines que fueron colchones de amor, enciclopedias populares, reyes de los sábados. Me decía un amigo que los romanos y los cristianos medievales y en general todo cristo que llevara túnica se metía mano a escondidas del director, del público. Fue la primera vez que oía la expresión, meterse mano, con ese pronombre –se, que hace recíproca la acción. Le di vueltas al asunto y me quedé con la duda de si uno a sí mismo puede meterse mano o solo meter mano, cosa que es mucho peor, porque la gracia no reside tanto en la parte activa como en la pasiva.
Antes de entrar en el paraíso había que pasar por la taquilla. Sigue siendo necesario, pero ahora en casi todos los cines, multicines, hay multitaquillas, mientras que antes estabas condenado a la vía única, tras la que te esperaba una señora, casi siempre entrada en edad y cargada de laca, que a veces hacía punto mientras se ocupaba de dar las vueltas. En lugar de Perded cualquier esperanza, como dice Dante que está escrito a la entrada del infierno, ir al cine, por lo menos como atisbo, significa recobrar la ilusión. La taquilla en mi imaginario siempre siempre tuvo escrito encima, impreso sobre cartulina o escrito en letras de neón, la frase contraria a la de Dante, Aquí se abre una ventana a la ilusión.
Muy buena entrada. Solo quiero señalar, posiblemente confundido por mi insomnio, que dándole tambien vueltas al asunto, creo que 'meterse mano' se refiere mejor a hacerselo uno a si mismo. Aunque no se, ahora dudo...
ResponderEliminarGracias, Miguel por el comentario. Es una cuestión compleja la del "meterse mano", porque en realidad, aunque se pueda decir que lo hace uno a sí mismo, la distancia entre el "uno" que hace y el "uno" al que se lo hace uno mismo es a veces suficiente como para poder decir que hay dos unos. En fin, feliz insomnio
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