Premisa: olvidarse por un momento de que la cocina es el escenario privilegiado de la desigualdad entre el trabajo doméstico de hombres y mujeres
En las teleseries inglesas de ambientación victoriana, la señora de la casa se planta en la cocina, downstairs, con cualquier excusa, y el señor, muy a menudo, se pasa por allí con la de recordar algo a alguna joven criada o criado; en las teleseries de ambientación franquista, las escenas de peso, donde se cuentan las confidencias, es en la cocina. La cocina es donde, a primera hora, las parejas que conviven se ven de verdad la cara, que si es de perro es difícil ocultar hasta el final del desayuno, la cocina es donde los padres son recriminados por sus hijos, que les dicen que no saben comer o beber, que se sientan mal y cosas así. La cocina es, en definitiva, el lugar clave de las casas. Por exceso o por defecto, revela la vida familiar y a un buen psicólogo le basta un vistazo a ese cuarto de la casa para diagnosticar el grado de neurosis, el nivel de soledad y hasta la posibilidad de tragedias domésticas.
El desarrollo de la industria del mueble basado en virutas, el llamado mueble modular, combinado con el pretencioso diseño, ha acercado las cocinas a laboratorios de análisis clínicos, pero apenas ha conseguido quitarle peso como corazón, cerebro y pulmón del hogar. De hecho, los combinados de salón con cocina incorporada, en sus distintas variantes, esconden la pretensión de tener una buena idem, grande y acogedora, como si se quisiera quitar al salón su seriedad, su frialdad sanitaria. No es solo cuestión de comodidad lo que lleva al éxito a esas propuestas de distribución del espacio, sino más bien el intento de que no exista un salón como tal, porque ahí uno siempre se siente un poco un invitado y ya se sabe que, a partir de cierta hora, los huéspedes producen incomodad. ¡Qué alegría nos dan los invitados cuando se van!, reza el dicho, y cuando el invitado es uno mismo, la única solución que queda es irse a la cama a perder la conciencia hasta el día siguiente, huyendo del salón, pero pasando por la cocina para llenarse un vasito de agua fría, de leche, para aclararse las manos, para controlar que ella sigue allí, para cerrar la ventana, mirar si en cubo de la basura está cerrado, apagar el piloto del friegaplatos. Todas esas cosas no se hacen si no media el amor, las ganas de dar una especie de beso de buenas noches… a la cocina.
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