De Gregori en una versión reciente:
Se me quedó grabada la cara de una alumna, cursi en otro sentido, cursi sin complejos, enteramente cursi, con novio cadete y baile de fin de curso incluidos, cursi sin ironía, como un repollo de carnes bien apretadas. Cómo miraba a sus compañeras, la cara de golpe de estado que se les puso a todas ellas. "Lo que faltaba", pienso ahora que pensaban, y las imagino, quién sabe por qué, como a los buitres de la versión Disney de El libro de la selva, exiliados cubanos en Miami planeando un golpe de estado, la destitución fulminante de mí como profesor, de mi recién sacada oposición, una denuncia al jefe de estudios por inutilidad. ¿Qué vamo a hasé? ¿No lo sé, qué queré hasé?, parecían decirse, como los pajarracos. Hago caso omiso sobre el destinatario de la conspiración de los exilidas cubanos, porque se me estropea la comparación.
Al cabo de no muchos días, otra de ellas escenificó cómo debía ser una clase. Aprovechó una exposición sobre un tema para hacerme comprender las correcciones a mi método que debía aplicar, o al menos así lo entendí yo. Esta alumna no era cursi como la otra, era simple y llanamente vulgar, ramplona, con un toque arrabalero que me agradaba mucho más que el perifollo de la cursi de 24 quilates, o 26, como el oro de los dientes postizos. Algo de razón debía de tener la vulgar. Si el objetivo era entretenerse, crear la ficción de que se podía aprender lengua sin aprender algo, tenía toda la razón.
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