Los he visto en Cádiz, atracados en el puerto, pegados al borde como camiones aparcados junto a la acera. Son inmensos, brutales, a nada que te acerques un poco ocultan el cielo y te invade la sensación de que estás en la calle de una gran ciudad rodeado de edificios. Eso si no fuera por el olor del mar, que no logran esconder. Tampoco son ágiles cuando navegan, incluso en el mar tienen el aspecto de una inmensa espinilla en medio del azur. Cuanto más lejos mejor, piensas, porque en la distancia podrían con suerte pasar inadvertidos, ser confundidos a vista de satélite con un modesto barco de pesca. Pero, tampoco es cosa de tomarla con el turismo de masa selecto, como señala Julio Aramberri en su reseña del reciente libro de Estrella de Diego ( Rincones de postales. Turismo y hospitalidad, Madrid, Cátedra, 2014, 224 pp. 15 €). La primera andanada contra el turista depredador opuesto al viajero receptivo la oí nada menos que en boca de Rubert de Ventós en una conferencia de la Fundación March. Después, la idea se ha convertido en tópico al uso, presente hasta en las unidades de los libros de texto para estudiantes de lengua extrajera. Seguro que rebuscando en los clásicos latinos ya hay precedentes del vituperio del turista. No sé, a pesar de lo que dice F. Wallace (vid. infra), creo que me apuntaría a un crucero si me dejaran llevar al perro.
Por lo demás, no todo es igualación social ficticia, glamour y trajes de fiesta. Hasta en estos falansterios del ocio que son los cruceros, pequeñas ciudades felices por decreto, hay semisótanos y viviendas con poca luz, las de los que duermen por debajo del nivel del mar. Supongo que como pasa en las ciudades, sus inquilinos serán los que más visiten los bingos y los billares.
Cuando se acercan a puerto, bajan de la nave grupos de extranjeros, más ancianos cuanto más extemporáneo es el periodo del año para viajar, que se desplazan en grupo por la ciudad, a menudo con gorras o pines que les identifican como cruceristas. Se sabe que solo podrán disfrutar de su visita durante un rato y por eso suelen ser pasto de hechos extraordinarios, robos excelentes, ligues fulgurantes o intempestivas visitas de vendedores de los objetos típicos más insospechados. Esta tendencia a acercarse a la tierra firme (Vid. galería de fotos de Repubblica), a mezclarse moderadamente con los animales de tierra que siguen envueltos en sus rutinas diarias, explica la maniobra que tan cara costó al Costa Concordia italiano, hoy de vuelta a Génova en un complicado remolcamiento.
En Algo supuestamente divertido que nunca volveré a hacer, una especie de versión entre periodística y alucinada de la Divina comedia en clave de Crucero por el Caribe, Foster Wallace despliega su ingenio, por momentos cansino, para retratar el universo variopinto que puebla una de esas naves nave. Concluye que no volvería a apuntarse a otra semejante.
Foster Wallace, David, Algo supuestamente divertido que nunca volveré a hacer.
Editorial Mondadori
Colección DeBolsillo (2003)
160 páginas
ISBN: 8497592158
He aquí un párrafo de malogrado Wallace.
“Me embarqué en un crucero de siete noches por el Caribe a bordo
de un barco que estaba tan limpio y blanco que parecía que lo hubieran
hervido. El color azul de las Antillas occidentales varía entre el azul
de manta infantil y el azul fluorescente: lo mismo que el cielo. Las
temperaturas eran uterinas. El sol parecía regulado de antemano para
nuestra comodidad. La proporción tripulación-pasajeros era de 1,2
tripulantes por cada dos pasajeros. Era un crucero de lujo. Este producto
no es un servicio ni una serie de servicios. Ni siquiera es una semana
de diversión. Es más bien una sensación. Es un producto bona fide: se
supone que esa sensación debe producirse en ustedes: una mezcla de
relajación y estimulación, de indulgencia tranquila y de turismo frenético,
esa mezcla especial de servilismo y condescendencia que se vende bajo las conjugaciones del verbo cuidar. Este verbo salpica los diversos folletos: «Como nunca antes lo han cuidado», «Nuestros jacuzzis y saunas están para cuidarlo», «Deje que lo cuidemos», «Cuídese en los céfiros templados de las Bahamas».
Pero hay algo insoportablemente triste en los cruceros de lujo. A bordo del mío, sobre todo de noche, con toda la diversión organizada, la amabilidad y el ruido del jolgorio, me sentí desesperar. La palabra se ha banalizado ahora por el exceso de uso, pero es una palabra seria y la estoy usando en serio. Para mí, desesperar denota un extraño deseo de muerte combinado con una sensación apabullante de mi propia pequeñez y futilidad que se presenta como miedo a la muerte. Tal vez se parezca a lo que la gente llama terror o angustia. Pero no acaba de ser como esas cosas. Se parece más a querer morirse a fin de evitar la sensación insoportable de darse cuenta de que uno es pequeño, débil, egoísta y, sin ninguna duda posible, se va a morir. Es querer tirarse por la borda. No me parece un accidente que los cruceros de lujo atraigan sobre todo a gente mayor de cincuenta años, para la que su propia mortalidad ya es más que una abstracción”.
Estos días se está celebrando en Milán una exposición de fotos de Gianni Berengo Gardin que documentan la presencia de los grandes cruceros en Venecia. Tiemblan los cimientos de la ciudad con las ondas que producen sus motores, sus sirenas hacen ensordecer las campanas , corren despavoridos a refugiarse los perros que quedan en Venecia y se ruborizan las góndolas, pero ahí están los cruceros, protagonistas de un dañino espectáculo que parece una versión decadente de la Odisea del espacio de Kubrick.
Algunas de las imágenes expuestas:
(Fuente de las fotos)
Venezia, aprile 2013 © Gianni Berengo Gardin - Courtesy Fondazione Forma per la Fotografia
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(Fuente de la foto)
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