A partir de una edad variable, crecen los pelos en zonas distintas a aquellas en las que lo hicieron en juventud. Como inoportunos desertores de la tropa bullanguera que un día daba se divertía sobre nuestra frente, aparecen aislados en medio de la curva de la oreja, saliendo a otear el horizonte desde la nariz o en pequeños grupos sobre los hombros. Huyendo de los tiempos en que desobedecían al peine, pero obedecían a la primavera, afeminados desertores de segunda generación, colonizan, en forma de pelusa, hasta las mullidas tierras del vientre. Yo tuve una moña rebelde que era la admiración de mis hermanos. Cuando estaba triste, ella seguía enhiesta, como cuando estaba alegre. Su único verdadero enemigo no era el agua, la gomina o la laca, sino la tijera bien afilada. Pero la derrota se convertía al poco en revancha. Bastaba esperar unas semanas.
La moña con el tiempo decayó. No me enorgullecía de ella, tampoco es eso, me hubiera gustado tener el pelo lacio, pero hoy la añoro como el colaboracionista echa de menos al ejercito invasor cuando se va. Ah, las moñas, los pelos, ojalá, en lugar de dejar de crecer, crecieran en exceso, incluso allí donde nos avergonzaría que nos los vieran, sobre todo en la intimidad. Quizá, superada la zozobra, acabáramos por reír en vez de arrancárnoslos ante los espejos de los ascensores, antes de llamar a los timbres. Inútil voluntad de cortar de raíz lo que como la moña volverá a salir…y menos mal.
Photo credit: Rebecca Drolen
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