jueves, 6 de marzo de 2014

Muere L. M. Panero, hijo, sobrino y hermano maldito de poetas

y mi madre reía, mi madre reía… (Ma mere, L.M.P.)

Si he de decir la verdad, L.M. Panero, desde aquel fogonazo que supusieron sus intervenciones en El desencanto (1976), ha sido para mi más objeto de atención por su vida que por su obra. Tengo en casa su Poesía (1970-1985), editada por Visor en el 86, y también sus Cuentos completos (Ed. de Túa Blesa –nada que ver con el Blesa banquero, del que aborrece, según reza una nota colocada en la puerta de su despacho-, Páginas de Espuma, 2007), pero esos libros han sido  prendas de fondo de armario más que lecturas apasionadas. Lo que sí leí con hambre fue la estupenda biografía sobre el poeta (El contorno del abismo, Vida y Leyenda de Leopoldo María Panero, J. Benito Fernández, Barcelona, Tusquets), más lograda que la que el mismo autor escribiría después sobre Eduardo Haro. También leí las memorias de su hermano mayor, al que despreciaba tanto en el documental, y los Cantos del Ofrecimiento (No es la muerte un morir perfilando facciones…), de su tío Juan, que, por cierto, todavía tuvo tiempo de ser editado por Altolaguirre en Ediciones Héroe (3 ptas.). Son ingredientes no desdeñables del cóctel que debió mamar, junto a otros más notorios, claro está, como el padre franquista orgánico y, sobre todo, vista la cosa con ojos filiales, señorito o señorón franquista, y aquella hermosa madre que, si no recuerdo mal, venía a decir que nada menos que Cernuda se había prendado de ella. Intento, como es obvio, hacerme una idea de aquello con lo que L.M.P. tuvo que hacer cuentas. Y lo digo en relación a algo que escribe Benito Fernández en una de sus biografías, quizá con respecto a Haro y no a a Panero, pero que yo, en mi afán de aficionado a la comprensión, atribuyo al último de los dos, que su carácter le llevaba no a acomodarse a sus demonios internos, sino a embestir contra ellos, e retarlos en combate sin par. Caballero errante en lucha con semejante desvarío, tengo la sensación de que L.M.P. intentó entender las cosas, sin embargo, mediante discursos racionales, a través ese análisis lacaniano que proponía reinventar la terapia en cada paciente. Le oí una vez provocar a G. Calvo en clase de latín, decirle algo así como que le iba a salir un cáncer de lengua y no sé qué otra cosa sobre Lacan, pero el catedrático, con aquella voz varonil, le hizo un pase de aliño y Panero se debió aburrir, porque lo suyo eran las embestidas a pecho descubierto. Después, P. Virumbrales me contó lo molesto que resultaba,  me dijo que, en una casa donde le habían dado cobijo, salió en pelotas de la ducha y se le sentó al lado, todo mojadito, consumido y pedigüeño. Pero de anécdotas de ese tipo Benito F. da buena cuenta.
Miedo y atracción, atracción al verle desencantado, ya prematuramente desesperado en el documental de Chávarri, buscando razones a mitad de camino entre la poesía y el deseo psicoanalizado,  pidiendo más luz para seguir bajando al infierno donde estaba el libro de su vida (Toda perfección está en el odio/de ojos blancos (si el odio/ es amarillo/yo soy amarillo…). Benito creo que acaba su obra con Panero ingresado en Pamplona. Después, Panero dejó de aparecer tanto en los medios de comunicación y, haciéndome yo mayor, dejó de ser para mí una tentación viva. De eso es de lo que me acuerdo, de que representó para mí, como si fuera un gif mitológico, la figura del héroe que lucha entre las paredes de su destino, tal vez más para entenderlo que para cambiarlo, que intenta desentrañarse a machetazos, porque ha sido picado por el virus del malestar curioso, por esa pasión radioactiva que a unos afecta más que a otros y que es frecuente entre los poetas.

“…y mañana cuando mastiquen mi corazón y mi cerebro desapareceré para siempre del mundo de las almas, y no me contaré ya ni entre los vivos, ni entre los muertos”.

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