martes, 17 de diciembre de 2013

Canadá, de R. Ford, una novela antipicaresca.



Coincide esta breve reseña con la llegada de la segunda edición de Canadá (Ford, Richard, Anagrama, 2013) a las librerías y las primeras apariciones de la lista de mejores libros del año, entre los cuales, a pesar de las críticas unánimemente favorables recibidas, no he visto la obra de Ford.
Acabé de leer la novela con sentimientos encontrados, pero en los que predomina con mucho la admiración sobre el disgusto. Por un lado me dejó pasmado  la capacidad de Ford para crear minuciosamente un gran personaje adolescente enfrentado a circunstancias adversas. Por otro, la morosidad con la que a ratos se deleita el autor en hacer avanzar la peripecia puede llegar a exasperar a los poco pacientes.
Canadá cuenta en primera persona la vida de una familia de clase media en una ciudad de provincia americana durante los años 60. A partir del sorprendente atraco de un banco por parte de sus padres, Dell Parsons, el joven  protagonista, debe hacer frente a su existencia con la ayuda de algún personaje secundario, pero básicamente con el arma de su buena voluntad, su carácter reflexivo y  su curiosidad por saber cosas sobre mundo que le rodea. La segunda parte de la obra trascurre en Canadá, donde el muchacho es acogido por Arthur Remlinger, el hermano de una amiga de su madre, muerta suicida en la cárcel no mucho después de haber cometido el atraco al que me refería antes. En Canadá, Dell será testigo de un un asesinato. Saldrá indemne del hecho, pero no podrá dejar de verse involucrado de forma colateral. El delincuente será Arthur Remlinger, su nuevo padre putativo, que, si en un primer momento mantiene las distancias, acaba por acercarse al chico, aunque lo hace más para recibir una imagen narcisista de sí mismo que para educarlo.  La tardía reaparición de la hermana gemela, que había huido poco después del encarcelamiento de los padres, preludia el final de la historia. Si el joven, ya adulto y felizmente casado y colocado, ha conseguido rehacer su vida gracias a su carácter, curiosamente una mezcla de lo mejor de sus padres, la hermana, alcoholizada y con un cáncer terminal, representa el envés de la moneda.
Más allá de la peripecia, una fábula sobre la capacidad del individuo de metabolizar el mal, da homogeneidad a la novela la voz narrativa de Dell, quizá lo más conseguido de la obra. Ford construye un raro y a la vez convincente personaje que, envuelto fortuitamente en grandes tormentas, sabe no perder el rumbo gracias a la brújula de una especie de autoestima roussoniana. En ese sentido, la obra se inscribe en la larga tradición de las novelas de formación, la llamada Bildungsroman, aunque aquí, más que de la forja de un carácter, que parece predeterminado casi desde el principio, se trate de un ensayo narrativo en el que se ejemplifica cómo una personalidad semejante es capaz de enfrentarse a circunstancias adversas. Leyendo la novela no se tiene apenas la sensación  que el personaje crezca, sino que más bien el interés se centra en la manera en que el adolescente es capaz de narrarse a sí mismo frente a diversos avatares. De alguna marera, la novela podría ser el inicio de una serie de grandes aventuras de Dell, el adolescente indestructible y, al tiempo, sensiblemente delicado y receptivo. Se trata de una figura heroica que recuerda en sentido inverso a la del pícaro de la mejor tradición literaria española. Coincide con ella la novela en la narración en primera persona  y también en la aparición de amos para los que el protagonista debe  trabajar, aquí metamorfoseados en el padre natural y después en A. Remlinger, el padre adoptivo. Pero si la mejor  picaresca da cuenta cínicamente del proceso de adaptación e integración del pícaro a una sociedad corrompida, basada en el engaño, Ford parece haber decidido narrar la difícil supervivencia de un joven de buena voluntad, un self made (young) man, en una especie de versión dura y al tiempo esperanzada de la realidad, un largo ejemplo de  la gran resistencia del bien frente a las hostilidades del mal. El proceso de degradación del pícaro  se ha convertido ahora en un proceso de dignificación personal.

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