1. Con mi perro, una mañana como cualquier otra cuando a la una de la tarde pega el sol de lo lindo en la zona que el ayuntamiento no quiso convertir en parque, junto a Kassan. Cubrieron todo con césped, pusieron columpios sobre lecho acolchado de goma, hicieron hasta una fuente, una pérgola y cubrieron con cemento una zona. Colocaron bancos e hicieron caminos jalonados con traviesas desechadas de las vía de algún tren de la edad feliz de ese medio de transporte. Todo muy aseado, al gusto de los vecinos y de los propietarios de los locales, de las asociaciones de barrio, incluso. Pero, por alguna razón, se olvidaron de una esquina, casi siempre llena de suciedad, restos de comida de los niños del colegio cercano, rastrojos y lo que queda de los roncos de tres árboles, a cuya tala, eso sí, se aplicaron concienzudamente. Roco, mi perro, me lleva a rastras hasta allí cuando hace sol, como esa mañana. Se para y busca con la mirada, pero solo cuando se acerca más se produce la sesión de caza frustrada, mucho más entretenida que un documental sobre el Serengueti o los demonios de Tasmania. Una pequeñas lagartijas, huyen despavoridas. No recorren grandes distancias al descubierto, prefieren buscar refugios temporales antes de meterse por algún agujero junto a los trocos talados. Un día más, al poco, el perro comprende que se acabaron las opciones de cazar alguna. Al salir de allí, me doy cuenta de que cojea, se le ha clavado un trozo seco de alguna planta con espinas. Se lo quito y vuelvo a casa corriendo para decir a mi madre que he visto una lagartija. pero mi madre no está, hace treinta que años que vivo en Zaragoza, lejos de la donde nací y, salvo en pocos momentos felices, también de mi infancia.
2. De vuelta del parque con mi perro por la avenida de los Pirineos, una mañana más hacia las ocho y media, pensando en la que se avecina a partir del pistoletazo de salida de la jornada laboral, cada vez más cerca, como los coches mismos, porque he cruzado, una vez más también, con el semáforo en rojo. De repente, un hermoso sonido que asocio caprichosamente al anochecer, Un grillo o dos, extraviados quizá entre las adelfas de la mediana, esas plantas que me advierten los amigos entendidos que son tóxicas, cantan despreocupados de la hora y del día. Tóxicas, pienso yo, si te las comes o te haces una infusión o tal vez te azotas con un un ramo de sus hojas. No pienso hacer ninguna de las tres cosas, no me gustan las adelfas, pero sí el canto de los grillos en el páramo habitado de la ciudad.
3. En la cola de coches ara pasar la ITV, entre naves de uralita y cemento, algo enfadado porque la cosa va lenta. Día lluvioso de principio de otoño. Apoyo el brazo pensativo sobre la ventanilla. De repente, me sobresalta un claxon y a continuación oigo a unos jilgueros, ajenos a la obligación de pasar revistas anuales sobre el estado general de su cuerpo. Dura poco el canto bien hallado de los pájaros. otro claxon y un acelerón me distraen tanto como me habían hecho concentrar los jilgueros.
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