“Luego subió el morro, volvió a tomar altura y ya estaba volando sobre el centro de Concepción. Y ahí, en esas alturas, comenzó a escribir un poema en el cielo. Letras de humo gris negro sobre el cielo azul rosado que helaban los ojos del que las miraba. JUVENTUD… JUVENTUD, leí”. (Bolaño, Roberto, La literatura nazi en América, Planeta, 1999, p. 210)
Hablar en una biblioteca bajito, justo por encima del límite del susurro, oírte decir cosas serias con la voz dudosa de quien no domina el aliento, saborear las palabra que adquieren cuerpo y saben a trozos de marrón glacé, a pastillas de café con leche de Camilo de Blas. Quedar en un banco de la sala de lectura solo para hablar, sentir la emoción de que lo que dices es para mí, que me buscas con tu verbo, que siento tu emoción dulce disuelta en el discurso, que se pega a las palabras como pelillos de azúcar hilada. Y saber que al final tendremos que salir al pasillo, ir al jardín, sentarnos junto a la escultura de Diana cazadora.
Hablar donde no se puede, decir hola en una iglesia, escribir donde no está previsto, en la arena, en las nubes, en un ordenador, cuando todavía, hace 30 años, tenía el halo de prestigio de lo nuevo, recordar el calor de las palabras cuando nacieron, su latido primitivo, su capacidad para nombrar mágicamente las cosas, mágicamente, de manera que pesen más que las cosas mismas que nombran, hagan más daño aun o den más placer que los arañazos, las caricias. Escribir tu nombre en la arena, en las paredes, en el agua, en la palma de mi mano, es nombrarte más allá de lo que fuiste, escribir poesía sin haber escrito un poema.
(Fuente de las cuatro fotos anteriores)
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