lunes, 3 de junio de 2013

La llamada de Shaolín. El lado oscuro de la subcultura del kung fu. Juan Carlos Aguilar, monje daquí


(Fuente de la imagen)

Mi maestro shaolín era aquel que caminaba como un caballero errante de los desiertos de la California post sesentayochera. Lo hacía por un territorio indefinido, que podríamos llamar Lejano Oeste, como un emigrante más llegado de oriente, un chino de esos no chinos que tan bien saben adaptarse a todo que acaban por hacer los churros como nadie. Pero este era nómada, creaba intensos vínculos en cada capítulo para al final romperlos al ritmo de sus pies descalzos que se alejaban mientras sonaba la sintonía, chin chanchin, chin chan chin chan chin… Con las botas de caña corta colgadas de los hombros, balanceándose ligeramente al son de un caminar cadencioso, pero tímido, el del que se busca, aunque ya se haya encontrado. Esas mismas botas, herederas de un modelo del ejercito inglés en sus campañas por el desierto, han sido recurrentes en  mi vida. Nunca en la  carísima versión Clarks, que más parece de hijo de diputado del Parliament en su finca que de progre de hace cuarenta años.
Al Gafitas, uno más de los personajes entre imposibles y demasiado reales de esa extraña novela que es Las leyes de la frontera (J. Cercas, Mondadori, 2013) también le gustaban los guerreros justicieros de oriente de la La frontera azul (水滸伝, en japonés, para mayor claridad, que diría el personaje de Moratín), otra serie televisiva de aquellos años. Sus protagonistas, a medio camino entre el samurai y el lumpemproletariado, ejercían una verdadera acción social solidaria. Lo contrario, en el fondo, de la banda del Zarco, en la novela de Cercas, formada por lobos solitarios que se juntan para tener un poco de calor y pasar el rato en los bares más tirados de Gerona. Claro, que todos necesitamos referentes culturales o subculturales y al Gafitas le molaban las artes marciales, preindustriales, de fino artesano que todavía no se ha visto degradado por el trabajo en cadena, una forma de agarrarse a la adolescencia, el polo opuesto de un padre funcionario de nivel medio.
Y como si fuera el reflejo de la necesidad siempre viva de evasión y de la rebeldía alienada que llevó primero a florecer los gimnasios de barrio en los que los chavales se hartaban de dar puñetazos al saco y después se disfrazaban de octavo dam, hace pocos años nos visitaron los verdaderos monjes de shaolin, con portentosos niños guerreros incluidos. Juro que los vi quebrar montañas de ladrillos con la cabeza en Antena 3, y bailar con el arco en un plató, como si estuvieran danzando junto a un lago en un claro de luna entre lirios de otro mundo (J.R.J).
Huang C., Juan Carlos Aguilar, el maestro shaolín, tricampeón mundial de kung fu que hoy ha sido detenido como sospechoso de haber golpeado “salvajemente a una prostituta africana y en cuyo gimnasio se han encontrado restos humanos”, es un mal discípulo de Po, aquel maestro de vida ciego, padre putativo del personaje que interpretaba David Carradine en mi serie televisiva favorita. Aguilar,  monje kung fu daquí, encarna  la figura del ángel caído, el más hermoso de la banda, ocho veces campeón de España y  tricampeón mundial de kung fu, pero, si es verdad lo que se sospecha de él, caído en la sima más profunda, tan bajo como altos eran los ideales que predicaba, como numerosos eran los dan de que disfrutaba. No dudo de que (Foto: Keye Luke como el maestro Po. Fuente de la imagen) en su cabeza se haya montado una perversa película de justicia y honor, es algo frecuente en los bárbaros. La historia de Aguilar me da pena por las víctimas y me enfrenta con la verdad, el sueño de la excelencia produce monstruos casi siempre. Solo en la sana medianía está la virtud. Lástima que la depresión no ande muy lejos de esa tierra media.

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