Llega el calor estable y aparecen los pies, desesperados de tanto estar ocultos por el frío y la timidez del invierno. Los más comedidos optan por un primer paso antes de atreverse a desnudarlos, empiezan por abandonar el calcetín, pero todavía lo mantienen cubierto con calzado de tela o calado, como si hubieran cambiado el edredón por una colcha de entretiempo, mi-saison. Ayer, en la parada del bus, había una señora con sandalias y medias de cristal, con las uñas pintadas de rosa metálico, todo un espectáculo de indecisión, de timidez pedestre, unas uñas como esas a través de una pantalla de seda son como una mano que se estrecha con guantes.
Antes, al llegar el calor, me fijaba en los escotes, eran el solsticio de verano de mi sensualidad, pero de un tiempo a esta parte, quizá porque, como las carnes, también se me ha caído al suelo la mirada, no veo más que pies en sandalias étnicas, de tirilla, de pulsera, de esparto o de piel, compradas en selectas zapaterías o en los chinos. Los pies que llevan puestos esas sandalias suelen estar muy cuidados y sin durezas, con las uñas pintadas, sean como sean, rebeldes o sumisas, indignadas, socialistas o peperas. Quizá, esos talones lijados, sin atisbo de aquellas dolorosas grietas de hace veinte o treinta años, la escasez de juanetes, hoy casi una especie protegida, sean uno de los síntomas más claros del progreso del bienestar en España, porque nada retrata mejor a un pobre que sus manos y sus pies, convertidos en un escudo coriáceo contra el suelo, más que en un sensible punto de contacto placentero con la tierra. El futuro es incierto, puede ser que vuelvan a florecer los zapateros remendones con sus philips y olor a cola, puede que volvamos a comprender cuánto se puede querer a los zapatitos viejos. Quizá, un salto atrás como ese, sería, en el fondo, un buen síntoma, lo que llaman crecimiento sostenible, moderación en el consumo, el final de los carros repletos de colesterol del Hipercor por navidad o repletos de productos ortodietistas, que también los hay.
Pero, me alejo de los pies, esos benditos que nos ponen en contacto con el suelo y que nunca nos dejamos olvidados en casa ajena. Gafas, paraguas, carteras, jerséis, hasta bolsos, sobre todo de hombre, abrigos, teléfonos móviles, todo puede quedarse en el cine, el bar, en casa de la suegra, pero no conozco a nadie al que se le haya olvidado un zapato que llevara puesto y se le hubiese caído o se hubiese quitado para dar recreo a los pies. Por eso, bienaventurados sean los niños y los locos, los únicos que son capaces de volver a casa descalzos, dispuestos a prescindir hasta de las sandalias, los únicos dispuestos a vivir en contacto permanente con el suelo, consigo mismos.
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