Los he visto en Cádiz, atracados en el puerto, pegados al borde como coches aparcados junto a la acera. Son inmensos, brutales, a nada que te acerques un poco ocultan el cielo y te invade la sensación de que estás en la calle de una gran ciudad rodeado de edificios. Eso si no fuera por el olor del mar, que no logran esconder. Pero no son tampoco ágiles cuando vuelan, como el albatros de Baudelaire, incluso en medio del mar tienen el aspecto de una espinilla en el azur. Cuanto más lejos mejor, porque en la distancia podrían con suerte pasar inadvertidos, ser tomados por un barco de pesca. Yo que vivo en una urbanización, Kassan, pienso que un crucero es lo más parecido a su transformación en un iceberg errante, con las tiendas de los pasajes y el supermercado Día incluido, claro que allí tendría todo que subir de categoría por lo menos cuatro o cinco pisos. Aunque, bien pensado, hasta en estos falansterios del ocio, pequeñas ciudades felices por decreto, hay semisótanos y viviendas con poca luz, las de los que duermen por debajo del nivel del mar. Supongo que como pasa en las ciudades, sus inquilinos serán los que más visiten los bingos y los billares.
Cuando se acercan a puerto, bajan de la nave grupos de extranjeros, más ancianos cuanto más extemporáneo es el periodo del año para viajar, que se desplazan en grupo por la ciudad, a menudo con gorras o pines que les identifican como cruceristas. Sabes que solo podrás disfrutar de su visita durante un rato y por eso suelen ser pasto de hechos extraordinarios, como robos excelentes, ligues fulgurantes o intempestivas visitas de vendedores de los objetos típicos más insospechados. Esta tendencia a acercarse a puerto (Vid. galería de fotos de Repubblica), a mezclarse moderadamente con los animales de tierra que siguen envueltos en sus rutinas diarias está quizá en el origen de la querencia por ceñirse a la costa que tan cara ha costado al Costa Concordia hace pocos días en Italia. El pase torero del capitán Schettino parece que es frecuente en los cruceros.
En Algo supuestamente divertido que nunca volveré a hacer, una especie de versión entre periodística y alucinada de la Divina comedia en clave de Crucero por el Caribe, Foster Wallace despliega su ingenio, por momentos cansino, para retratar el universo variopinto que puebla la nave. Concluye, arrepentido y mucho más lejos que Dante del paraíso y de la sabiduría, que no volvería a apuntarse a otra semejante.
Foster Wallace, David, Algo supuestamente divertido que nunca volveré a hacer
Editorial Mondadori
Colección DeBols!llo (2003)
160 páginas
ISBN: 8497592158
He aquí un párrafo de malogrado Wallace, que acabó suicidándose, quizá, ahora lo entiendo, como un aviso para navegantes.
“Me embarqué en un crucero de siete noches por el Caribe a bordo
de un barco que estaba tan limpio y blanco que parecía que lo hubieran
hervido. El color azul de las Antillas occidentales varía entre el azul
de manta infantil y el azul fluorescente: lo mismo que el cielo. Las
temperaturas eran uterinas. El sol parecía regulado de antemano para
nuestra comodidad. La proporción tripulación-pasajeros era de 1,2
tripulantes por cada dos pasajeros. Era un crucero de lujo. Este producto
no es un servicio ni una serie de servicios. Ni siquiera es una semana
de diversión. Es más bien una sensación. Es un producto bona fide: se
supone que esa sensación debe producirse en ustedes: una mezcla de
relajación y estimulación, de indulgencia tranquila y de turismo frenético,
esa mezcla especial de servilismo y condescendencia que se vende bajo las conjugaciones del verbo cuidar. Este verbo salpica los diversos folletos: «Como nunca antes lo han cuidado», «Nuestros jacuzzis y saunas están para cuidarlo», «Deje que lo cuidemos», «Cuídese en los céfiros templados de las Bahamas».
Pero hay algo insoportablemente triste en los cruceros de lujo. A bordo del mío, sobre todo de noche, con toda la diversión organizada, la amabilidad y el ruido del jolgorio, me sentí desesperar. La palabra se ha banalizado ahora por el exceso de uso, pero es una palabra seria y la estoy usando en serio. Para mí, desesperar denota un extraño deseo de muerte combinado con una sensación apabullante de mi propia pequeñez y futilidad que se presenta como miedo a la muerte. Tal vez se parezca a lo que la gente llama terror o angustia. Pero no acaba de ser como esas cosas. Se parece más a querer morirse a fin de evitar la sensación insoportable de darse cuenta de que uno es pequeño, débil, egoísta y, sin ninguna duda posible, se va a morir. Es querer tirarse por la borda. No me parece un accidente que los cruceros de lujo atraigan sobre todo a gente mayor de cincuenta años, para la que su propia mortalidad ya es más que una abstracción”.
Y un sketch cómico con referencias a no pocos detalles de lo ocurrido, entre la sátira, la ironía y la denuncia:
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