Durante bastante tiempo creí que Semprún había aprendido el francés en su más tierna infancia. No sé exactamente por qué. Supongo que porque me parecía que lo hablaba muy bien y porque asociaba el medio social del que provenía a colegios y a institutrices franceses. Después leí Adiós, luz de veranos en edición que conservaba mi madre del Círculo de lectores. Descubrí entonces que de pequeño lo que había aprendido con una institutriz era el alemán, que tan útil le sería más tarde. Pero el francés también estaba presente en su vida. Si no recuerdo mal, durante su infancia, veraneaba en San Juan de Luz y su padre estuvo destinado en La Haya mucho tiempo. Después, S. vivió y estudió en París. Pero su acento no debía ser bueno y una vez le hicieron sentir mal en una panadería por ese motivo. Se juró entonces que aquello no volvería a ocurrir. Y así fue, aunque no sé cómo lo consiguió ni creo que haya escrito sobre el tema de su mejora en la pronunciación.
En cualquier caso, Adiós, luz de veranos, donde aparece la anécdota que marcó su futuro como escritor en lengua no materna , es el libro suyo de memorias que más me ha gustado. Eso sí que lo recuerdo. Quizá sea porque cuenta sus juventud más temprana, la edad de los descubrimientos y esa sensación de alma virgen adolescente se transmite al lector. Algo parecido me ha pasado hace poco con los dos volúmenes de las memorias de C. Blanco Aguinaga. Lo que cuenta de su niñez en el primer libro de memorias (Por el mundo, Alberdania, 2007) son casi sólo anécdotas sin trascendencia, experiencias personales que, salvando el contexto, más o menos hemos vivido todos. En el segundo (De mal asiento, Caballo de Troya, 2010), aparecen personajes de mayor relieve, grandes acontecimientos históricos, incluso él, como Semprún en otro terreno, ha llegado a ser un personaje de relieve. Pero la frescura, la intensidad, el pulso no son los mismos. Los otros libros de memorias de Semprún (La escritura o la vida -1994-, Aquel domingo -1980-, Viviré con su nombre, morirá con el mío -2001-, Federico Sánchez se despide de ustedes -1993-) he de confesar que los leí más por entretenimiento que por otra cosa. Hay en ellos episodios estremecedores, sin duda, en particular los ligados a su estancia en Buchenwald, y otros que dan cumplida cuenta de su vocación literaria, pero en mí prevalecía el interés por algo que Semprún fue de forma notable, quizá malgré soi , un hombre de acción, un clásico activista comunista en la clandestinidad, con una vida bastante aventurera, no exenta desde luego de tremendas peripecias y de peligros constantes. Hasta Federico Sánchez se despide de ustedes resulta un libro entretenido con sus retratos ora implacables ora benevolentes de la plana mayor socialista, quizá lastrado por una punta de desdén intelectual hacía alguno de los personajes.
Pero volviendo al francés como su lengua de expresión literaria y memorialística, cabe recordar que ya su primera gran novela, El largo viaje (1963) la escribió en esa lengua, de la que fue traducida al castellano por Jacqueline y Rafael Conte, en 1976. Después, como si la anécdota de la panadería tuviera que ver con el sabor de la lengua, con sus propiedades nutritivas, siguió haciéndolo, él que fue tantos personajes, dueño ya de un acento inconfundible -Quel beau dimanche!, Le mort qu'il faut, Adieu, vive clarté, Federico Sánchez vous salue bien, L'écriture ou la vie, son los títulos originales de las obras citadas antes.
Por lo demás, como novelista, me es menos familiar, quizá porque, salvando alguna parte de sus obras, creo que ha dado lo mejor de sí mismo en la acción, en el recuerdo de la acción , en el recuerdo de lo que la acción le impedía hacer como escritor. Tengo la sensación que cuando esos recuerdos están más literariamente elaborados según los usos novelescos -El largo viaje, La montaña blanca- ganan en impostación y pierden en intensidad.
“Leí los clásicos marxistas, también a Engels y Ludwig Feuerbach, La ideología alemana y hasta El capital, y de repente creí entender el mundo, haber encontrado una llave que abría las puertas a la comprensión de un mundo confuso. Tenía la sensación de que el materialismo histórico me permitía pisar tierra firme, y por primera vez volví a ser tan feliz como cuando tenía catorce años y el mundo comenzó a abrírseme”.
Maria Therese Hammerstein (Citado por Enzensberger, H. M., Hammerstein o el tesón, Anagrama, 2011, p. 63)
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