La vieja pócima
En el mundo este del arte hay quien decide imaginar, proyectar, pintar, cocinar o escribir a partir de esferas invisibles, más allá de las nubes, desde la estratosfera, y los hay que son capaces de hacer todo eso, y más, sin viajes espaciales, bajo las mismas suelas de los zapatos y desde la olvidada virtud de la humildad.
Desde las alturas, el valor de los detalles se difumina y pierde, la Tierra es una partícula minúscula y lo más normal es darte algún día de bruces contra el suelo. Con la mirada a ras de tierra, todo se agiganta; y poniendo algo de imaginación hasta es posible levitar.
Si esmeramos nuestra atención, no cuesta reconocerlos. Al artisteo le delata la burbuja en la que vive encriptado, un aura de solemnidad indescifrable. Los artistas llaman a las cosas por su nombre, pan al pan; y, si dicen liebre, te dan liebre. Germán Díez es de estos últimos. De los primeros.
A Germán le basta un palmo de terreno para construir un universo entero. Un decímetro cuadrado le es suficiente para quedarse prendado en el milagro de una tela de araña o embobado con las escamas de la piel de un reptil. Suficiente para descubrir la huella de un gusano en la arena, el excremento de un cérvido o la semilla de un escaramujo.
Para atisbar ese mundo mágico hace falta el candor de los niños, su misma altura. La altura justa para admirar la labor de un hormiguero, contemplar el ala rota de una mosca o captar un fascinante vértigo en la arquitectura de una caracola. Y saber reescribir, con ese viejo alfabeto, la arcana fórmula del arte: el feliz encuentro de una rama quebrada y la antena de un escarabajo sobre la barra de un bar, entre dos copas de un buen vino tinto.
Quedan por conocer los secretos de su mágica pócima, la que mezcla con sabiduría esos básicos ingredientes. Disponer de una receta escrita nunca garantiza la obtención de un buen plato. Tras elegir con ojo la materia prima, es necesario equilibrar la proporción precisa y controlar los tiempos de cocción, tener mano y gracia, dosificar el fuego.
De esa proverbial paciencia de los artesanos y de la milenaria magia de los alquimistas, surge lo que surge. Los colores no enmascaran nada sino que se hacen milagrosa materia a partir de pigmentos, como en las antiguas fraguas. Los volúmenes parecen brotar solos, como esculturas soldadas en la superficie.
Desde hace diez años, Germán libra también otra batalla creativa, al frente de los fogones de La Topera, un bar-restaurante del barrio de San José. Su actividad viene a ser la misma. Por las mañanas elige pausadamente los más insospechados productos en los mejores puestos del mercado. Y todos los mediodías logra darle al puchero un punto singular.
Sobre la barra del bar hay un acuario en el que dan vueltas unos peces de colores. Nadan, longevos y bien alimentados, felices y perplejos, alrededor de una muñeca con aspecto de sirena, de largos cabellos y finos brazos. Su mujer, Dora, nos contó que solo necesitan agua del grifo. Podría parecer una metáfora. Y seguramente lo es.
Esa elegancia de la normalidad para mí es un misterio sin resolver. Desconozco qué se esconde en esa marmita para conseguir elevar el tono de cualquier cosa. Mientras lo descubro, me deleito con el gusto que me dejan sus cuadros en el paladar. El paladar de mis ojos.
RDR
Para mí Germán, además de ser el autor de la preciosa exposición que mis ojos pudieron contemplar el otro día en el Rincón del Gato de la escuela, quien ha empleado de forma tan sencilla, y a la vez tan elaborada, esos materiales animales y vegetales, es parte de mi barrio.
ResponderEliminarCada mañana o cada tarde, cuando paso por delante de La Topera, ese especial garito de toda la vida de mi barrio, San José, para ir a comprar yo los ingredientes necesarios para las viandas de esta mi santa casa, recuerdo las veces que, junto a mi familia o junto a amigas he comido o picoteado allí las suyas, y las aDORAmos.
También recuerdo mis primeros vinillos después del instituto o el fin de semana hace muchos muchos años. Y esos vinillos fueron... en La Topera.