domingo, 21 de febrero de 2016

París-Austerlitz, de R. Chirbes, una disección materialista del amor no exenta de hondo sentimiento.

Tu cherches quoi,
rencontrer la mort,
Tu te prends pour qui,
toi aussi tu detestes la vie

Paris-Austerlitz, Rafael Chirbes, Anagrama, Barcelona, 2016. 160 páginas. 15,90 euros.

Leo que la novela de Chirbes es un texto descarnado, escrito con frío bisturísin piedad ni mentiras piadosas, que la disección que se hace del amor es certera, salvaje y valiente, que se trata de una novela desgarrada y terrible, que se cuenta un amor espoleado y agobiado por una pasión sexual compulsiva y urgente... y me parece todo algo exagerado, sobre todo lo último.

Este nuevo paso de  Chirbes por la novela corta deja sabor duradero que revive semanas después de haberla leído. El regusto se debe seguramente, más que  a su carácter terrible o desgarrado, al contraste entre la materia narrada y  la precisa disección materialista que se hace de ella. La experiencia amorosa, en efecto, es descrita, a mi parecer, entre dos polos opuestos.

Por un lado, los acontecimientos  bastante folletinescos, empapados de una profunda tonalidad sentimental de fondo, la tonalidad de la decepción amorosa, la de produce una aventura ensimismada, difícilmente transitiva, que lleva, en quien es más delicado, a la desgracia, porque choca siempre con la vida, con los intereses creados, con la necesidad excesiva de afecto también ("Pero casi desde el principio advertí que esa generosidad corría peligro de convertirse en una forma perversa de intercambio: me doy entero, pero te quiero entero", p. 52), con la imposibilidad de darlo,  la exigencia y el consecuente rechazo del amado, que suele salir por peteneras ante el ahogo  ("..su exigencia absoluta, su afán por poseerme entero (..) al principio eso me halagó, me dio seguridad, me devolvió cierto orgullo, y me libró de mi propio desamparo, y ahora ya no era así", p. 71); por otro lado, la narración contiene un análisis materialista de los sentimientos que se ponen en juego, basado en la constatación de cómo esos sentimientos dependen de cálculos, a veces implícitos, otras no, del interés, de inversiones que buscan rentabilidad, lejos casi siempre, una vez superado un primer momento de derroche,  de aventuras especulativas a fondo perdido. Es servidumbre y prerrogativa de la especie humana ("la fraseología del amor, su retorica, su aspiración universal;  pide que lo consideremos como algo nacido de lo hondo de la naturaleza...", p. 114), deuda antropológica, podríamos decir, y también del espécimen concreto de que se trate, determinado por la calidad de su osamenta y por la determinación histórica en la que se mueve. Lo viene a decir Basanta en su reseña, la mejor de las que he leído. La matriz de Chirbes es el realismo "aprendido en Balzac, Galdós y otros maestros del XIX, ... depurado y enriquecido con la asimilación de renovaciones consagradas en la novela del XX... ". Y el mismo Chirbes lo ha repetido: "Con Blanco aprendí la literatura como forma de conocimiento: colocarse ante el puro texto, sin retórica envolvente, y aprender, de paso, que el envite no es tanto situar un libro en su contexto, sino desentrañar el modo en que el contexto forma parte de la malla del libro. La literatura, como ineludible sismógrafo (o policía) de su tiempo". En el párrafo anterior, el escritor se refería a su experiencia como lector crítico, pero, sin duda, lo dicho se puede extender a su labor creativa.

Así, por lo que se refiere a  Paris-Austerlitz, el narrador que rememora su aventura amorosa, de vez en cuando nos proporciona informes mensuales sobre el estado de posición de su inversión sentimental, como los que recibimos del banco, pero hechos texto: "Sospechaba que todo lo que Michel me ofrecía tendría que devolvérselo algún día, y empecé a mirar su afán de gastar conmigo hasta el último céntimo como el deudor mira el libro de operaciones del prestamista que acabará por cobrarle un interés desorbitado", p. 52; "... durante meses me había albergado, me había dado de comer y vestido (...). Nunca lo dijo así, pero yo advertía detrás de sus palabras la reivindicación de los derechos que le concedía su deuda", p, 70; "Me veía a mí mismo como el calefactor que climatiza la casa (...). Un bien útil", p. 92; ...imaginé que si Michel se daba cuenta de que ya no dependía económicamente de él, iba a dar por supuesto que lo abandonaría a no mucho tardar", p. 104); "Me confortaba el sentimiento de propiedad: vosotros tenéis las vuestras, vuestras propiedades: : Yo tengo la mía, se llama Michel...", p. 118; "La satisfacción sexual como trabajo de esclavo", p. 119; etc. No es que el amor esté cosificado, es que el dinero es la cifra universal, la única ecuación que todo explica. Más allá de momentáneos excesos, como los de los generosos reyes primitivos, dispendios que sirven para reificar la diferencia de genealogías, el daca y toma (en ese orden, en este caso), paradigma universal, revive en cada acto, nada deja de obedecer a las leyes de mercado, especialmente aquellos ritos que, como el amor, se enmascaran como puros. El deseo, azúcar, alcohol  que hace pasar la píldora, es el brujo que preside la engañosa ceremonia ("A fin de mes, nos bebíamos en casa las botellas adquiridas en previsión del día de la paga, y veíamos la tele desnudos, y nos comíamos uno a otro. Lo dice Lucrecio: Los amantes quieren comerse uno a otro. Lo creen posible. Enloquecen", p. 84; "Prodigios de la primera etapa del amor. Engañosas prestidigitaciones de la carne y juegos de disfraces -los disfraces del deseo: la flor que atrae con su brillante color al insecto-", p. 76). Casi puro Proust, por otro lado.

Chirbes consigue moverse entre los dos polos, el del amor literaturizado, mezcla de ideología, instinto culturalizado, tradición que orienta nuestros anhelos, esperanzas y esfínteres, ese amor que tiene que ver con la mala música, que según Proust había que detestar, pero no despreciar (1), y su desmentido, el paso por el filtro de la conciencia que permite ver lo que esconde, sin por ello poderse sustraer del todo al encanto, la malia, en chisporroteo que nos obnubila -¡guay de quien no es poseído por él!: "Cuando, tendido en la cama del hospital, alargaba la mano para e  tocarme y me miraba con ansia, aún me parecía descubrir en él la descabellada aspiración que leemos en los cuentos de terror,en la novelas románticas y en las fantasmagorías que les gustaban a los surrealistas: deseo de amor que perdura más allá de la muerte" (p. 20). Solo el personaje que ve a través de esas densas nieblas el estado de su posición logra salir indemne de la peripecia.

Lo que la novela nos cuenta parece tallado a medida de lo dicho: El París del extrarradio, el del RER y las fábricas, es el escenario de una  relación amorosa de unos cuantos meses entre un joven que quiere dedicarse a la pintura, pero por el momento debe contentarse con trabajar como dibujante en una revista de muebles, y un obrero mayor que él, en el que encuentra una tosca inocencia, una exigente entrega, un cuerpo maduro y fornido, tanto un padre como un hijo ("El tocadiscos giraba, me abrazaba al hombre y tenía ganas de llorar, como si el niño moribundo fuese yo y él me tuviese mucha pena), pero desde luego no un  par ("Me sedujo ese candor en un cincuentón, la claridad con que nombraba, clasificaba y ordenaba sus sentimientos con una desenvoltura jovial", p. 45). El joven es de buena familia, con la que está peleado, entre otras cosas, por su homosexualidad. Tiene por delante un futuro que labrarse y la posibilidad de hacerlo, pues posee contactos y, en caso de que vuelva al redil familiar, dinero suficiente como para ser un diletante fino pintor rentista, buen gusto y donde caerse muerto. El otro, el mayor, aunque está ya de vuelta y ha  vivido la decepción del engaño, es capaz de ilusionarse, más por la idea del amor, quizá, que por el joven en sí mismo, último cartucho de tiros errados. Uno es hijo de una puta, de la miseria, del desorden, del desgate de sus idas y venidas de la fábrica a casa, de un duro trabajo manual que consume sus energías y gracias a cuyo salario puede permitirse sólo tímidos placeres; el otro ha ido al liceo francés, su madre es puta también, pero puta en otro sentido, por cutre, posesiva, enamorada de sí misma, de su estatus, de las formas de la apariencia -imperdible el episodio del jersey). Los amantes, sin embargo, comparten todo, aunque el obrero comparte más que el pintor, que juega a sentirse parcialmente pobre, desvalido una temporada.

La aventura parisina, como en tantas novelas realistas, no será sino un prólogo de la vuelta a casa del hijo pródigo, lleno de recuerdos, pero escarmentado y con las ideas claras, un periodo de aprendizaje sobre el lado capitalista del amor a través de una experiencia acanallada. El joven se convierte en todo para el currante, Dice el narrador en un momento dado que él había ido a París para pintar como pintor de pincel,  no como tantos otros, "empeñados en ofrecer instalaciones, montajes, vídeos, artefactos más ideológicos que artísticos, piezas que considero más cerca del acertijo y la ocurrencia que de la obra de arte" (p. 49). Es solo una de las referencias artística del texto. las otras, más significativas, han sido subrayadas en las reseñas publicadas. Así, M. Hidalgo: "Según iba leyendo este texto implacable, comencé a pensar en el atroz universo de pintores como Lucien Freud y Francis Bacon. Al llegar a la página 53, el propio Chirbes (“carnes desolladas”) cita a Bacon y cita “las llagas” de Grünewald. Estas son las referencias estéticas, pero también las claves morales del libro de Chirbes que, por momentos, adquiere rasgos y elementos –ratas, larvas, insectos- de las pesadillas lisérgicas de un Burroughs, sin olvidar el concurso constante del sudor, el efluvio del alcohol, los rudos olores, todos los fluidos y excrecencias de los cuerpos…". Sin embargo, creo yo que Chirbes en la obra se muestra más como un postilustrado, subespecie marxista, que pretende aclarar la escena, el episodio, que otra cosa. Mas, a diferencia del protagonista, mero buen artesano, el escritor fallecido, que a menudo introduce en sus obras una contrafigura del creador cabal, fue un profundo artista (véase el hermoso inicio del Capítulo V) que sabía que el plein feu siempre deja partes en sombra, las del conflicto que evocaba E. Fischer, porque melibeos o micheleos somos y en el camino nos encontraremos.

Una sola cosa, más que el presunto desequilibrio entre las partes del la obra, me enturbia el regusto de esta estupenda novela corta, hermosa hasta en su imperfección, el verbo efectuar, que bien podría haber usado una mediocre artesano dispuesto a tirarse el moco: "Como la mujer no puede efectuar sin ayuda muchos trabajos, en el interior de la casa gotea...", p. 60.
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(1) Détestez la mauvaise musique, ne la méprisez pas. Comme on la joue, la chante bien plus, bien plus passionnément que la bonne, bien plus qu'elle s'est peu à peu remplie du rêve et des larmes des hommes. Qu'elle vous soit par là vénérable. Sa place, nulle dans l'histoire de l'Art, est immense dans l'histoire sentimentale des sociétés. 

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