domingo, 28 de febrero de 2016

Mármoles. "Domar las montañas". Miguel Ángel. Star Wars. La Bella y la bestia. Como la luna en un pozo

Menos azul, azzurro como el pomeriggio, lo hay de casi todos los colores. Blanco perfecto, la luna reflejada en un pozo, de las canteras de Luna, en Carrara, al gusto de Augusto, homogéneo, con pocas vetas, como un mal jamón. Pero la cara de una Venus, aunque fuera de provincia, paleta y sana, no debía tener pecas, mucho menos un general, que se cuidaba el cutis como una cortesana, lo que al fin y al cabo no dejaba de ser. Sus efigies no debían tener mácula, eran imágenes idealizadas. El imperio jugaba con los mármoles de colores, signo de su extensión, de la variedad de sus regiones: Asía, Oriente Próximo, todo el Mediterráneo.
La reina de Naboo, Amidala, en Star Wars, desde su cuartel en la Residencia real de Caserta también se presenta como señora de los colores marmóreos, pasado y presente de un imperio conectados por


 las paredes y suelos, ciencia ficción comercial y origen de nuestra civilización unidos no por un hilo de continuidad cultural, sino por esa roca metamórfica que se mezcla en el vientre de la tierra con otra rocas. Del amplexo, a veces surgen bellos mestizos, otras, bodrios insufribles.

Mármol azul verdoso, cipollino, acebollado, de Eubea (fuente de la imagen); amarillo, de África del norte; rosa, de la isla griega de Quíos. Pero los edificios de Augusto tendían a cierta sobriedad y eran poco dados a la veta, de manera que el uso de otras variedades  de mármol quedó muy restringido. Ya habría modo de reparar tal contención más tarde, en edad imperial incluso, y no digamos siglos después, pues como decía el mayordomo de la Bella y la bestia (Disney, ¡pero que no se enteren los antitemporalistas ferlosianos!), "o es barroco o es barraca".

El afán de Augusto por perpetuarse en mármol hizo que los tallistas, que no le habían visto jamás en persona, tendieran a estereotipar su figura. Dios era, eso sí, y como tal se le escu(l)pía, monótonamente, repitiendo su entrecejo cuantas veces hiciese falta, como en los sellos, en las monedas, los emperadores, los dictadores no tienen alma, sólo poder.

Pero, quizá, el que tuvo más fortuna con el mármol fue Trajano, cuya columna romana, un rollo continuo de 215 metros en torno a un cilindro vertical de 30 metros de altura, es un verdadero cómic esculpido. La historieta está tallada en diecisiete tambores de mármol de Luna, de unos tres metros de diámetro cada uno. Los tambores está huecos, para dejar espacio a una escalera de caracol interior, iluminada por cuarenta y tres ventanitas que no se ven casi desde el exterior.  Para qué abrumar con más detalles de está orgía marmórea que debe ser vista con prismáticos, aunque las figuras inferiores van creciendo en tamaño según se asciende. No lo suficiente, sin embargo, para disfrutar de lo narrado... lost in comic.

Mármol, si mucho, muchas de sus variedades llegaron a dar lustre a los fustes de las columnas imperiales. Se pone uno dannunziano, pero es que el pórfido rojo venía de Egipto, el marmo giallo antico, amarillo antiguo, (marmor numidicum, o sea, de Numidia -fuente de la imagen-) de Túnez, el pavonazzetto, blanco
con vetas violáceas, como de cola de pavo, de Turquía, el mármol verde serpentina, sobre el que dejo yo cada día mi cepillo de dientes eléctrico, de Esparta, nada menos. Aunque a D'Annunzio seguramente le gustaba más el cristal, así que llamo Venturina a una de sus amantes, porque sus ojos, de color castaño claro con destellos dorados, le recordaban uno de los tonos que  utilizan  los artesanos de Murano, parecidos al del cuarzo homónimo.

Siglos después, un gran erudito en mármol fue Miguel Ángel, quien solía insistir en que se sentía más escultor que pintor. Se preciaba incluso de ver a través de la piedra, adivinaba, pedrosalinianamente su mejor yo, la potencialidad que escondía, la forma, gestalt, que pugnaba por salir de allí. Así, como un brujo, establecía un contacto esencial con la naturaleza. En eso puede consistir la cultura, en un acto soberano de pacífico dominio sobre natura, en establecer una línea de continuidad con ella en la que no obstante se produce un salto de calidad, y vaya calidad si se trata de M. A.

En Florencia, sin embargo,  el mármol no era un material fácil de conseguir. Había que ir a las montanas, a gran altura y hacer bajar por la ladera, en una especie de trineo, bloques que a veces pesaban toneladas. Después, había que llegar hasta el mar gracias a carros tirados por bueyes, meter el material en un barco y navegar hasta Pisa. Una barcaza llevaba la bendita piedra por el Arno hasta Signa, el punto navegable más alto del curso. Los bueyes se volvían entonces a hacer cargo del cargamento para llevarlo a Florencia, a donde llegaban exhaustos. Los bloques habían recorrido unos 150 kilómetros, quizá durante meses.
Pero a veces, Miguel Ángel quería bloques insólitamente grandes, como los que dibujaba en sus bocetos con una soltura impar. Por ejemplo, para la fachada de San Lorenzo pretendió hacer traer el mármol suficiente como para hacer doce columnas, cada una de ellas de unos seis metros y medio de altura. Los esclavos romanos se habían dejado la vida para transportar los bloque que se utilizaron, por ejemplo, en el Phanteon, pero los tiempos habían cambiado y la mano de obra no era tan abundante ni tan barata. Desde las montañas de Pietrasanta, de donde pretendía sacar el mármol, hasta Florencia hay unos ciento veinte kilómetros, pero, para trasportar la piedra hacía falta acabar de construir una carretera que llevaba a las canteras. Parece ser que por entonces M. A. no paraba de ir y venir de Florencia a las canteras de Pietrasanta, Seravezza y Carrara, bien acompañado de un siervo y cada vez más amigo, hasta convertirse en empresario, emprendedor, diríamos, si no fuera por que el término ha sido usado por demasiados dirigentes empresariales españoles caídos en desgracia por exceso de hormona del emprendimiento fraudulento. Miguel Ángel, en ese sentido, no era del todo transparente, como diríamos ahora: "En cuestiones de este tipo [se refería a la concesión de explotación de las canteras para proporcionar mármol a los artesanos del Duomo y para él mismo] no busco mi propio beneficio, sino el de mis mecenas y el de mi país". La cosa se complicó, porque los canteros de Carrara, celosos de su cuota de mercado, boicotearon el proyecto del artista, quien se sentía una especie de filántropo: "Al intentar domar estas montañas e introducir la industria en estos lares, me he propuesto resucitar a los muertos...¡Maldito sea mil veces el día en que salí de Carrara...".    

El mismo proceso siglos después:
(Fuente de las fotos)




























Libros discretamente fusilados:
- Hughes, Robert, Roma, Una historia cultural, Crítica, 2011.
- Gayford, Martin, Miguel Ángel, Una vida épica, Taurus, 2014.
- Hughes-Hallet, Lucy, El gran depredador Gabriele D'Annunzio, emblema de una época, Ariel, 2014.



                                                                            

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