martes, 5 de enero de 2016

Maneras tontas de amargarse el día: la garrampa, quizá origen lejano de la jota, y la enésima costalada

 
La tentación de Polifemo

Entre los machos alfa domesticados está muy extendida la afición al bricolaje. La actividad salva, decía un filósofo, y nada mejor que el mantenimiento del hogar para alejar la modorra vital. Pero el bricolaje, como el deporte, son actividades peligrosas. Los pequeños accidentes son frecuentes, tanto que me pregunto si a veces no serán buscados. Cuando yo aún quería arreglar algo, mi percance más frecuente eran los calambres, las garrampas. Recuerdo una agridulce velada en la que, electrocutado, levanté los brazos no menos de cuatro veces, con las manos semiabiertas, como si quisieran tocar las castañuelas, y. una pierna centrípetamente alzada, en actitud jotera. Fue el origen de mi relación de amor y odio, más de lo segundo que de lo primero, con ese baile aragonés. Hasta tal punto me resultó connatural la descarga eléctrica y el ademán bailarín que pensé si no sería ese el origen de la danza, ese o un imprevisto garrotazo, que al fin y al cabo son cosas semejantes.

Pero la garrampa no es exclusiva de los machos alfa domesticados, cualquier miembro del núcleo familiar puede ser su víctima. Ya en 1931 las posibilidades de electrocución fueron objeto de un exhaustivo listado. Las siguientes ilustraciones, que provienen de un libro alemán de ese año (Elektroschutz in 132 Bildern), componen una curiosa muestra de lo que le puede pasar a uno en casa, dulce casa, mi casa... (Fuente de las ilustraciones): 
















Pero el watio asesino no solo amenaza en el patio de mi casa, sino que extiende su maldad a otros ámbitos. La garrampa es poco amiga del ordeño a la luz de una lámpara y mucho menos, quién lo diría, de las meadas sobre el tren, una de las cosas sobre las que Proust no habla cuando rememora su petit train, pero sobre la que los niños que veíamos pasar el FEVE en verano tendríamos algo que decir:




Mi afición por los percances domésticos no se limita, sin embargo, a la garrampa. El viernes por la tarde oí el móvil mientras estaba saliendo de la ducha. Cuando llegué a cogerlo  la cama ya había dejado de sonar. Volví entonces al cuarto de baño para aprovechar los restos de ambiente vaporoso. Apenas tenia puesta encima una exigua toalla de Primark. Entonces, sonó el fijo e intuí que era la misma persona que había llamado al móvil, probablemente alguien de la familia. Salí pitando hacia el cuarto de estar, al final del pasillo. Algo en mí me hizo pensar que no hacía bien en correr desnudo. También mi perro me miró con  cara de sorpresa, pero prefirió no adelantarse a los acontecimientos.  Llegué a toda leche a la puerta del cuarto de estar, decidido a coger el teléfono. Cualquiera sabe por qué tenía tanto empeño. Hubiera podido devolver la llamada una vez seco... No llegué a entrar en el cuarto, antes de girar, me pasé de frenada y me dí una costalada tremenda. Quedé tumbado, solo y sin respiración, junto a la pared. Vencido, con la conciencia obnubilada, tuve tiempo de decidir que definitivamente no cogía el teléfono. No recuerdo si seguía sonando, pero ya no le quería como antes. 
La casa es un lugar lleno de amables aparatos, rincones deliciosos, mullidos asientos, que se pueden volver trampas en un instante. Los accidentes domésticos a menudo preceden el final de la vida. Pero si reconstruimos los instantes anteriores, suelen contener un momento de indecisión en el que hemos previsto que algo malo podía suceder, pero no nos hemos comportado en consecuencia.
Este vídeo, de la Metro Melbourne (Australia), recuerda con gracia, entre veras y bromas, la cantidad de accidentes a los que estamos expuestos en la vida cotidiana, la mayor parte de ellos evitables si hiciéramos caso a nuestros perros o al pitufo bueno que, como en la foto que abre esta entrada susura advertencias al oído. La música es de Olliie McGill y Emily Lubitz que firman la canción  como Tangerine Kitty.

                                              


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