Fuente del GIF, a través de Radio 3
Veo bailar a Woody Allen y no puedo evitar visiones repetitivas de mí mismo en calidad de bailarín. Un sentimiento muy contradictorio me embarga al respecto. Por un lado, no quiero saber bailar, como de hecho no sé ni nunca he sabido. Me reconozco en quien baila por obligación, en quien baila mal, pero con cierta gracia. Así ha sido desde que tuve un atisbo de conciencia sobre mi yo ideal, hacia los 13 años, edad, por cierto, desafortunada como pocas. Por otro lado, sin embargo, querría saber bailar, llevar en la sangre el ritmo, la facilidad para dar los pasos justos. Me ocurre en las bodas, cuando me encantaría poder echar un pasodoble para que los que piensan que no sé bailar, o, mejor dicho, los que yo pienso que piensan que no sé bailar, se quedaran boquiabiertos y dijeran, ¡jo, qué tío, yo no sabía que sabía bailar! También querría saber bailar cuando, fruto de mi alma escindida, algo o muy esquizoide, me imagino elegante, vestido de barquillero filipino con traje de lino de color abarquillado o rosa cuarzo y un lirio que empieza a languidecer en el ojal. Con otro cuerpo, otras hechuras distintas de las actuales, pero las misma gafas, eso sí. Entonces, cuando me sueño distinto, saber bailar se convierte en la metáfora suprema de otros orígenes, otra biografía, otra existencia distinta a esta, cada vez más cargada de trimestres. Ah, si hubiera sido...
Pero no,
la humanidad se divide en muchas parejas de opuestos, pero ninguna tan cruel como la que separa irremediablemente a los que
saben bailar, pero a menudo no quieren, de los que no sabemos y querríamos… querríamos
hacerlo, por ejemplo, como Rocky Roberts.
Entre los
que bailan y aquellos que miran a los que bailan o miran al suelo hay un
valle lleno de espinas que, salvo en sueños, nunca he podido cruzar. Por lo menos, me consuelo, no estoy
aquejado de muchos otros de los síntomas frecuentes en los bailarines
frustrados, como la tendencia al estrabismo, la onicofagia, la forma
oblonga del torso.
Un ilustre miembro del club de los que nunca sabrán bailar
es Nanni Moretti.
La siguiente
secuencia da prueba de ello:
Me gusta
mucho esa sensación de espejismo urbano que produce la isla de bailarines
entregados al merengue. Un estudioso francés, el historiador Legoff, dedicó
páginas memorables a la oposición yermo/selva y esta visión a mitad de camino
entre el sueño realizado y el espejismo que sufre Moretti tiene algo en común
con las alucinaciones/tentaciones que sufrían los caballeros del ciclo artúrico
durante su quête, metáfora existencialista avant la lettre de la vida. Al final de su periplo, Moretti, motorizado, encuentra a su dama de forma inesperada. Es la heroína de Flash
dance, la
película que dice recordar con placer. Pero la dama es de armas tomar, sans
merci, para decirlo en términos medievales.
En fin,
una frustración tras otra, que seguramente es lo que acaba por traer consigo el invierno. Seguro que si de repente Moretti aprendiera a bailar, se rompería la
pierna a las primeras de cambio. Sería un consuelo, desde luego, pero aún así,
año tras año, cuando llegan los primeros serios fríos, pienso en cuánto me
gustaría saber mover el esqueleto como Rocky Roberts.
Los intentos de
definición de la caracterología de Moretti que hace Jennifer Beals en el video clip son, por cierto, memorables, apetitosos como una pista de baile agarrao.Y es que no
solo me gustaría saber bailar, sino también ser o estar a little bit
off, speciale, quasi scemo, not really crazy but…, particolare, off centered,
not really troubled but…, verso pazzo ma non ancora, may be whimsical. En ello estoy. El yo ideal es insaciable.
A la hora de bailar no hay que pensar demasiado, sólo hay que dejarse llevar por las emociones mientras se escucha la música. Nuestro cuerpo comenzará a bailar al ritmo de la música, permitiéndonos disfrutar del momento.
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