Se tiende la ropa de la misma manera que se sacan las miserias a pasear: de verdad, a riesgo de quedar malherido, de que se caigan por el patio o se las lleve el viento; o para coquetear, solo para que se aireen un poco las prendas malolientes, para mitigar el mal olor que nos atufa, hasta la próxima, o quizá para dar pena, a veces como mera estrategia de seducción. Pero la necesidad de aire es universal, hay algo en nuestros trapos sucios que nos hermana con los demás, aunque no quieran compartirlos, necesitan del prójimo.
El rechazo consciente a que nos someten algunos no es ajeno al reconocimiento. Un hombro que se aparta con tino es mejor que otro que se encuentra demasiado a gusto bajo nuestra frente. Entre las dos reacciones, la que nos acoge y la que no quiere saber nada de nuestros espejos rotos, puede haber la misma distancia que hay entre entre el aire viciado, y la brisa de la sierra. De hecho, los maestros son a menudo duros con la queja del discípulo, con el lamento, saben distinguir el tipo de suciedad que se les presenta
Pero el sufrimiento arde, urge, reclama ventilación, aunque sea en la barra miserable de un bar de los que todavía usan serrín. Hasta compartir el mismo aire procura alivio.
Yo hace tiempo que tengo una torre con la lavadora y la secadora en casa, algo parecido a disponer de un psicólogo metafórico de confianza siempre que se quiera. El precio de la energía, además, está por las nubes, como los gabinetes de primeros auxilios psicológicos. Están bien esos sitios, pero o que allí encuentras es distinto a pasar un rato a calzón quitado con quien quieres o con quien odias. En cualquier caso los gabinetes y los ratos compartidos con el/la elegido/a están intercomunidados. A mí, el uso de la secadora me crea una sensación de extrañamiento en relación a los habitantes de cuyos balcones veo con embeleso colgar prendas, sobre todo al llegar el fin de semana, cuando el traje de faena se puede lavar sin prisas. La secadora es como un repliegue hacia uno mismo, como quien va al terapeuta para no tener que relacionarse con los demás, cosa que el terapeuta suele encontrar fatal. Hace tiempo, la aristocrática Toya, una de las madres protagonistas del programa ¿Quién quiere casarse con mi hijo?, se quejaba de un barrio en el que vivía una de las pretendientes de su hijo, porque las calles estaban llenas de ropa tendida. No le parecía bien, los pijamas al viento aireando lo íntimo, que en la cultura de la contención debe quedar en la intimidad. Enseñar no es elegante y da armas al enemigo, que puede estudiar nuestros puntos flacos, pero en las casas pequeñas no hay espacio para tanta colada y se impone aprovechar los balcones, a veces convertidos en trasteros. Cada acto doméstico encierra un significado profundo que va más allá de su neutra apariencia.
Tender la ropa concentra en mi caso un puzle de viejas obsesiones, todas ellas ligadas al equilibrio, quizá al orden mínimo, pero imprescindible para disfrutar de la vida, sucio proceso de ingesta, metabolismo y expulsión, de la comida o de los sentimientos. Tender permite reubicar lo vivido, seguir adelante, volver a usar nuestro pobre aliño indumentario. Si hay una imagen de vecindario que me reconforta es la de aquellas ciudades en las que las fachadas de dos casas, frente a frente, permanecen unidas por la cuerda de tender, cuyo ruido, al girar sobre su goznes, tiene el aroma del mejor arte, el que nace de la necesidad.
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