Llegar a casa por la noche, tarde, es algo muy complicado. Intentar no despertar implica una serie de habilidades muy complejas. Hay que luchar con los tacones o las suelas, que se empreñan en subrayar nuestro rastro, los goznes de las puertas, que parecen empeñados en recordar que necesitamos ir al baño, la nevera, que a veces chirría y confirma que necesitamos mucha agua para el gaznate reseco. Incuso la sumisa calderilla a veces se empeña en salir del bolsillo para darse un paseo nocturno y rueda de canto hasta chocar con pequeño estruendo contra el zócalo como un borracho noqueado que cae de lado hasta el día siguiente. En mi caso, además, tengo que vérmelas con un aparato achinado que cuelga del techo y al abrir la puerta emite agradables notas metálico budistas.
Nada comparable, a tenor de estas fotos, a vivir en un chalet y tener que aparcar el cochazo cuando la sensibilidad de las plantas de los pies se ha visto afectada por el cansancio, la mala leche o las copas. Llegan y confunden el acelerador con el freno como quien se equivoca de llave e intenta meter la del portal en la cerradura del casa, cosa que a mí me ocurre hasta de día. Si además tienes piscina, el riesgo de acabar con el coche puesto en ella aumenta. He aquí algunos ejemplos made in USA:
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