(- Fotos de un viaje a San Petersburgo -una ciudad rebautizada- en sus detalles, 3)
(- Fotos de un viaje a San Petersburgo -una ciudad rebautizada- en sus detalles, 4)(- Fotos de un viaje a San Petersburgo -una ciudad rebautizada- en sus detalles, 5)
(- Fotos de un viaje a San Petersburgo -una ciudad rebautizada- en sus detalles. Fotos fuera de concurso, 6)
La Semana santa pasada, del 12 al 19 de abril, el Departamento de Ruso de la E.O.I.1 de Zaragoza organizó un viaje a San Petersburgo. Entre los participantes, se convocó un concurso fotográfico con el lema San Petersburgo en sus detalles. Las fotos que aparecen a continuación son las primeras de una serie que se irá publicando sucesivamente. Al principio de cada entrada, figura una serie de enlaces a las otras entradas que contienen el resto de fotos. Cada imagen va acompañada de un texto escogido por el viajero como ilustración. Desde hoy, día 15 de mayo, se puede visitar una exposición con todas ellas en la E.O.I.1. de Zaragoza.
“Durante el reinado de Pedro, un súbdito de la corona rusa tenía la limitada posibilidad de elegir entre ser llamado a filas o enviado a construir San Petersburgo y resulta difícil saber cuál de las dos opciones era más mortífera…” (Brodsky, J., Menos que uno. Ensayos escogidos, trad., C. Manzano, Ed. Siruela, 2006, p. 71)
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Entre San Petersburgo y Leningrado: Los nombres de las cosas –entre veras y bromas.
1.
Los escritores podrían dividirse en dos categorías, la de los que creen que en los detalles está el diablo y la de los que piensan que en realidad en los detalles está el ángel de las cosas. Los mejores, claro, son los que beben de las dos corrientes. Lo cierto es que los detalles, cuanto más discretos e insólitos son, más honda huella dejan en el observador. El turista común busca, claro, no perderse los grandes monumentos en las ciudades que visita, pero está sediento, a poco que sea sensible, de descubrir esa mezcla de insólito y familiar que hace que lo pequeño cobre mucho espacio en la memoria. Los ruidos, los olores, el tacto no se pueden fotografiar, pero muchas otras cosas menudas frecuentemente se pueden retratar. Es eso lo que busca el flâneur, el curioso caminante dispuesto a dejarse las suelas de los zapatos en una ciudad desconocida. Su vista se vuelve rapaz, no sabe dónde mirar, tantos son los reclamos, hasta que, por oscuras razones, se casa con una imagen, disfruta y, a veces, como se pidió que hicieran a los participantes en el presente concurso, la fotografía, se une con ella con ella en un instante de intenso acuerdo, de comunión. Eso, si no ha sido el desdén o la rabia lo que ha provocado el chispazo. Y, como ave hambrienta, el viajero sigue adelante, a la búsqueda de nuevas piezas, de nuevas presas.
Brodsky en el texto al que me refiero en el punto 2 de esta presentación refiere algunas preciosas gemas peterburguesas que pertenecen a lo más excelso del paraíso de los detalles, los que están a mitad de camino entre la invención y los hechos, los frágiles recuerdo poéticos, que es mejor no ir a buscar en la realidad, pero que no se olvidan:
Una de esas joyas tiene que ver con los reflejos y con el Neva, que “se bifurca justo en el centro de la ciudad, con sus veinticinco tortuosos canales, grandes y pequeños, [brindando] a esta ciudad tal cantidad de espejos que el narcisismo resulta inevitable” (1). El agua, así, parece filmar una ciudad cuyos sueños van a desembocar en el golfo de Finlandia, donde todas esas imágenes se depositan en el más bello y perecedero archivo nunca inaugurado. No es extraño Pedro I, quien quiso esta ciudad, conocedor de su luz “pálida y difusa, una luz en la que la memoria y la vista funcionan con una penetración inhabitual” (Brodsky, ibid.), y acostumbrado como estaba a los grandes espejos, se hiciera una barca casi con sus propias manos. Él, que para justificar la construcción de su capricho urbano “no podía esgrimir sus terrores infantiles”, “el pánico (sentido) en Moscú, sobre todo en el Kremlin, donde había contemplado y aprendido, con ojos de niño, la terribilidad del poder” (2), se inventó “una razón de estado” para dejar viuda de corte a Moscú, la anterior capital. Quizá, en un momento de tortuosa lucidez infantil recobrada pensó, como el otro Pedro, que quería volver a ser solo un humilde pecador, pescador de imágenes en el Báltico:
Di, Jesucristo, ¿por qué
me besan tanto los pies?
Soy Pedro I, aquí a caballo,
en bronce inmovilizado,
Haz un milagro, Señor.
déjame bajar al río,
volver a ser pescador,
que es lo mío (Pseudo R. Alberti)
2.
Si (como el griego afirma en el Cratilo)El nombre es arquetipo de la cosa,
En las letras de rosa está la rosa
Y todo el Nilo en la palabra Nilo (El golem, J.L. Borges)
Guía para una ciudad rebautizada así es cómo J. A. Brodsky (Иóсиф Алексáндрович Брóдский) tituló el hermoso texto que dedicó a su ciudad natal, haciendo referencia al cambio de denominación que ha sufrido en distintos momentos. De San Petersburgo, en efecto, pasó a llamarse Leningrado en el periodo soviético, entre 1924 y 1991, con un breve paréntesis anterior en el que, rusificado su nombre, fue conocida como Petrogrado (Петрогра́д), entre 1914 y 1924. Desde 1991 volvió a llamarse San Petersburgo.
En su texto, que es de 1979, Brodsky dice que, en realidad, los peterburgueses, con querencia por lo europeo, tienden a llamar cariñosamente a la ciudad Peter, no Pyotr, que sería el verdadero nombre del emperador en ruso. Que una ciudad tenga un apelativo cariñoso no creo que cree problemas de ningún tipo a nadie. Al fin y al cabo, llevando la comparación a otro terreno, son muchas las personas a las que, según el ambiente en el que se encuentren, se les llama de distinta manera. Don José y Paquito, por ejemplo, suelen convivir felizmente en el mismo cuerpo. Solo en casos extremos, como el de la copla, nos acercamos al desvarío. Así, La caprichosa Dolores quiere que Francisco la llame Lola, un nombre con olor a amapola, y además pretende que él a sí mismo no se llame con su verdadero nombre, Francisco, sino Antonio, pues así se llamaba de su primer novio. Inmenso lío que, sin embargo, no le resta un ápice de gracia a la canción y añade sabor a la relación amorosa evocada. Cosas alucinantes, ya lo decía Serrat, tu nombre me sabe a hierba.
Otra cosa son los cambios nomino(i)lógicos -¡en realidad, se dice nominales!- impuestos por el poder, dictados al albur de las miserias o grandezas históricas. “Jamás se da un documento de cultura sin que lo sea a la vez de la barbarie”, decía W. Benjamin en su Séptima tesis de filosofía de la historia. Y este fenómeno de los cambios de denominación, para seguir con las ideas de Benjamin, sería un correlato de un documento de cultura y al tiempo una especie de fantasmagoría que por un instante hace patente en el hombre de a pie hasta qué punto la gran historia no le pertenece y se puede reescribir a golpe de boletín y callejero, porque no es, a menudo, sino un discurso interesado en legitimar al poder. Yo, hace años, vivía en una calle que se llamaba Padre Marcellán Mayayo, un sacerdote que participó en aquella División Azul que se fue a hacer cosquillas bélicas al ejército bolchevique durante la Segunda Guerra Mundial. Con tan infausto motivo, el cura trabucaire fue eliminado del callejero por franquista. Sea, nada que objetar. Pero es que el nombre que le pusieron a continuación a mi calle es insoportable, peor que aprenderse los números de teléfono móvil de los hijos: Valero J. Ripol Urbano, la llamaron, donde J. está, según unos, por Julián, y por Julio, según otros. Entre los iniciados se ha convertido en calle Valero Ripol, que fue por cierto un valiente maño que participó en los sitios de Zaragoza. Casi pierde la vida, pero ganó condecoraciones y una calle por su comportamiento. Por suerte, Google, tan servicial, aunque escribas un modesto V. Ripol, enseguida reconoce lo que quieres decir. Me resigno a que me cambien el nombre de las cosas, hasta en algún escaso caso puedo celebrarlo, pero pido un poco de piedad con el ciudadano, que alguna calle de un nuevo barrio se va acabar llamando Tres tristes tigres comían… , en recuerdo de Cabrera Infante.
Se acaba perdiendo la paciencia con, tanto tanta justicia histórica realizada por los políticos a los que la justicia presente asusta como el agua caliente a los gatos callejeros. Pero no quiero soltar el tema sin señalar algo solo aparentemente distante, y es que la peseta frente al maldito euro –que sigue siendo, por más que duela, 166 unidades y céntimos sueltos de aquella– es como si fuera para mí un miembro amputado cuya ausencia siempre dolerá, porque con él se fue la sensibilidad fina, la de la emoción de los primeros gastos.
En fin, que, aunque, nunca entré en San Petersburgo, nunca vi San Petersburgo, me siento cercano de quien la llama Peter.
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(1) Brodsky, J., Menos que uno. Ensayos escogidos, trad., C. Manzano, Ed. Siruela, 2006.
(2) Vázquez Montalbán, Manuel, Moscú de la revolución, Planeta, 1990, p., 14-15. En el índice onomástico, de San Pertersburgo se remite a Leningrado. Eran otros tiempos.
Javier Brox
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Fotos y pies de foto: Cristina Aguarón
Por la mañana en el río, por la noche te frío.
Enciendo mi vela...
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Fotos y textos: Mercedes Quintanilla
Al llegar al aeropuerto de SPB me llamó la atención ver a hombres que aguardaban preparados con ramos de flores, e instantes después aparecían acompañados de sonrientes mujeres que portaban esos ramos. Al día siguiente, en nuestra visita a la Catedral de Smolny me sorprendió un banco bastante largo ocupado prácticamente entero por una pareja…. y su ramo; parecían estar posando, me acerqué, les pregunté si podía hacerles una foto y sonrieron mirando a la cámara. Es para mí la foto más entrañable de cuantas hice.
Me gustan las farolas. De ésta me llamó la atención las figuritas de los músicos que la rodeaban. Sólo después de haber hecho la foto me di cuenta de que iluminaba la entrada a una tienda de música.
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