Las zapatillas de invierno están a medio camino entre el zapato muy usado y el pan de leche mordido. Pepe da Rosa lo decía muy bien en una copla, “te quiero más que a un zapatito viejo”. Dejé de usarlas, porque el perro me las quitaba. Era joven y quería quedárselas para morderlas, dormir junto a ellas, tenerlas presentes en su vida. Debía sentir que me robaba algo importante, mi alma quizá. Como los niños que antes se vestían de vaqueros para afirmar su masculinidad sin haber pisado el Far west , Roco afirmaba su carácter de persona no humana destrozando con amor, lentamente, mis chinelas. Cansado de comprar un par a la semana, al final, las borré de mi vida. Para satisfacerle, opté por quitarme el calcetín y ofrecerle en prenda de amor mi pie desnudo. Cerca de él, en contacto, como dicen los psicólogos, el bicho hasta dormía mejor. Pasaron los años y vi que ya no le interesaban tanto, a penas tonteaba un momento con las de las personas que conviven conmigo. Seguro mismo o resignado quizá, no las quería, salvo cuando le daba la murria y tenía un momento de regresión infantil, como nos pasa a todos, por otra parte.
Dio la casualidad de que recientemente fui a Primark, un centro de primeros auxilio domésticos, y pillé unas a cuatro euros. Enseguida se deformaron y la plantilla se hundió por todos lados menos por el puente. Además, cargo el peso hacia dentro, de forma que la base parece un paisaje de media montaña. Lo que me interesa, sin embargo, decir es que he descubierto que lo mismo que se puede ir de chándal por la vida, de nones o de morros, de chulo o de bueno, hay un estado de ánimo que se puede definir como estar de zapatillas. Baroja tenía razón en sus dudas, había intuido que las zapatillas confieren carácter y no son un mero complemento de una personalidad, como la sonrisa, tantas veces falsa.
He pasado muchos inviernos descalzo por casa, dando zanquetadas, extremando el cuidado para no pisar lo mojado, para no aplastar las migas, andando como un torpe y remilgado paquidermo, a veces con dos calcetines, otras con los dedos helados, hasta descubrir, medio por casualidad, que mi patria no estaba en los ojos de nadie, sino en unas simples zapatillas sin talón. Ir de algo por la vida, sobre todo, tal vez, de bueno, implica falsedad, impostación, conlleva hacer arte de la necesidad, haber optado por el desequilibrio entre lo que somos y lo que queremos ser o parecer. Gracias a los años en los que viví descalzo por casa, he descubierto que, una horas o solo unos minutos al día, de zapatillas vivo mejor y me fundo conmigo mismo sin afeites ni mohines, tan a gusto, sin culpa ni desdén, como debió de ser siempre.
En realidad creo que todos desearíamos que las zapatillas "de andar por casa", se instaurasen como nueva moda urbana, y que no quedasen relegadas a alguna abuelita que baja al mercado a por su cuarto y mitad de jamon york, y a la que miramos con una mezcla entre ¡vaya pintas! y la admiración reconocida por quien ha sido capaz de dejarse en el zapatero los convencionalismos sociales que tanto nos oprimen.
ResponderEliminarPor cierto, las de la foto son bastante apetecibles desde el punto de vista perruno.
Pues, es verdad, no había pensado en esas señoras embajadoras de la zapatilla. Las de la fotos, quizá, sin ser consciente, las compré pensando que iba a rejuvenecer a mi perro, pero los años no perdonan y no las ha hecho ni caso. Hace tiempo que superó la zapatillitis. Todo lo más, últimamente le da algún altaque de gorritis.
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