viernes, 26 de octubre de 2012
Los retretes de invitados del Palacio de Buckinham
En un palacio todo debe ir en consonancia con la importancia de los propietarios. En Buckingham Palace, cuando se trata de cosas sobresalientes, como, por ejemplo, los cuadros de las paredes, la distinción requerida por el rango es fácil que se traduzca en un Tiziano por aquí, un par de Rubens por allá, un Poussin en el despacho, un pequeño Canaletto en el dormitorio o una escultura de Canova en la biblioteca. Pero según se va descendiendo en el orden de importancia de la decoración y de los utensilios domésticos, la distinción se va poniendo más difícil. Los artesanos, proveedores de las casas reales, ayudan mucho: buenas porcelanas de Sèvres, hermosas cuberterías de Jorge III, delicadas telas, amén de exquisitos dulces, algún polvorón de la Estepa, sin olvidar las excelentes almendras garrapiñadas del condado de turno. Pero si uno sigue descendiendo hacia los sótanos de palacio, le resulta complicado imaginar cómo el afán de distinción, o mejor dicho, el relumbre que se desprende de la más alta nobleza, puede quedar patente en cada rincón. Cómo serán los recogedores de basura reales, llevarán cincelado el emblema de la orden de la jarretera (Honi soit qui mal y pense) o serán más bien del tipo de los diseñados por Ágata de Ruiz de la Prada. Yo diría que por debajo del entresuelo todo debe relajarse e incluso apostaría un par de libras a que utensilios equivalentes a aquellos de los que me proveo en el supermercado Día o Mercadona, que bien podría ser el nombre de una doncella de novela caballeresca, abundan en palacio. Pero, lo cierto es que la foto tuiteada por la yudoca Gemma Gibbons en la que aparecen los retretes de Buckingham Palace que pudieron utilizar los atletas invitados a una recepción celebrada tras los juegos olímpicos del pasado verano, me han reconciliado con ese aire de austera elegancia que se desprende de los insufribles peinados de Isabel II, aquella reina que, en la película de Stephen Frears se enamoraba de un ciervo, al que espantaba para salvarle la vida, aunque, en el fondo, supiera que la providencia había creado a esos animales para ser cazados.
De caoba, aparente sin tapa, sin cadena, redondo… en fin, que si se tratara de una adivinanza, no resultaría nada fácil dar con la solución.
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