miércoles, 8 de agosto de 2012

Muere Robert Hughes, maestro de la altísima divulgación que disfrutó del arte y supo contarlo.

 

Fuente de la imagen: Chester Higgins Jr./The New York Time

 

Se ocupa la prensa nacional y la internacional de la muerte de R. Hughes, el conocido crítico de arte que trabajó durante muchos años para la revista Time. Mis dos últimas lecturas de obras suyas me merecen una opinión desigual. La primera  Barcelona la gran hechicera (Latitudes, National Geographic, 2005, p. 120 p.

121. Trad. Esther Roig), sin carecer de interés y momentos brillantes, está quizá lastrada por la excesiva presencia de amigos de la alta sociedad político cultural catalana, que confieren al texto un tono mundano en el que lo artístico parece, por momentos, una mera nota de color más en el bagaje del gentleman internacional. Alguien como Hughes, de gustos tan hondos y enraizados, no me parece que dé lo mejor de sí mismo en esa mezcla de high class diario y descripción de la ciudad modernista tan hondamente transformada por las Olimpiadas del 92. Roma. Una historia cultural, por el contrario, es un texto modélico de alta divulgación histórico artística y cultural, entendiendo por cultura no sólo esas actividades que financian o financiaban los ministerios del ramo, sino todo producto de la intervención humana.

Roma. Una historia cultural, Robert Hughes. Traducción de Enrique Herrando. Crítica. Barcelona, 2011. 608 páginas. 32 euros.

El gusto por lo descrito y, sobre todo, el amor por el detalle vivificador, el bendito detalle de Navokov, hacen del texto un dechado de intensidad y, al tiempo, de amenidad. El ojo certero de Hughes satisface la curiosidad del lector con inesperadas informaciones, que, cuando no se conocían, dejan buen sabor de boca y que, cuando se sabían, evocan viajes o lecturas acertadas. He aquí algunos ejemplos:

- “Las partes de las termas imperiales que aún siguen en pie han sido una constante fuente de inspiración para los arquitectos contemporáneos…Las thermae romanas proporcionaron los modelos para dos impresionantes expresiones del halo de misterio de los viajes norteamericanos del siglo XX: La Grand Central Station y la antigua estación de Pensilvania, 1902-1911, de McKim, Mead y White…Las Termas de Caracalla también proporcionaron el prototipo para una gran obra maestra del siglo XIX de Nueva York: los frescos y augustos espacios  del vestíbulo de la entrada del Museo Metropolitano de Arte, de R. M. Hunt”, p. 149.

- “La mayoría de los visitantes, cuando ven la escultura de los Niños Fundadores mamando las cónicas tetillas que cuelgan de la lupa en el Museo dei Conservatori, lógicamente piensan que se trata de la obra original. No lo es: la loba es antigua y la fundió un artesano etrusco en el siglo V a. C., pero Rómulo y Remo fueron añadidos entre los años 1484 y 1496 por el artista florentino Antonio del Pollaiuolo, p. 22

- Al hablar de la entrada de los militares triunfadores en Roma, encabezando a sus tropas:  “Los soldados alzaban un canto de alabanza  Io triumphe!, y cantaban canciones ligeramente obscenas, los versos fesnescinos, en los que se burlaban de su líder; una estrofa típica sobre César (que estaba calvo y era conocido por sus apetitos sexuales) decía:

A casa traemos al calvo follador,/doncellas romanas, atrancad vuestras puertas;/ pues el oro romano que le enviasteis/ se fue en pagar a sus putas galas, p. 63

- “De vez en cuando,  podía hacer acto de presencia plostra estercoraria o carretas de recolección de mierda, pero no se podía confiar en ello. la expulsión de basura y deshechos a la vía pública normalmente tenia lugar al anochecer. Ese era uno de los inconvenientes de la vida en la antigua Roma, especialmente ya que (como la terracota tosca no tenía ningún valor) era costumbre lanzar el recipiente junto con sus contenidos”, p. 75

- Refiriéndose al Coliseo: “la palabra no significa edificio gigantesco, sino que significaba lugar del coloso: una distinción necesaria, porque el coloso en cuestión era una estatua real. Era un retrato del emperador Nerón, fundido en bronce por el escultor griego Zenodoro, desnudo y de unos 120 pies romanos de altura (según Suetonio)…, p. 142

Los ejemplos  podrían no limitarse, como acurre con los citados, a la Roma premedieval, pero he preferido que se refiriesen a un periodo homogéneo. Sin embargo, la profusión de pinceladas llamativas no debe hacer pensar que se trate de un libro de curiosidades, porque, en último término, resulta una síntesis convincente de lo tratado.                             Fuente: Tim Robinson/WNET13

Pero, volviendo a la vida de Hughes, me gustaría reproducir una parte del prólogo del libro que quizá explique esa predilección suya por el detalle, por la concreción que I. Calvino quería para la literatura del siglo XXI. El autor cuenta cómo, tras su llegada a Roma en 1959 desde su Australia natal, se encuentra con la materialidad de la ciudad sobre la que había leído, pero necesita ver: “(Roma) es un perfecto ejemplo, sublime y exorbitantemente complicado, de la sustancialidad de los edificios y de otros objetos construidos, de su resistencia a la abstracción. eso es algo que un estudiante en realidad no puede llegar a comprender escuchando clases en la universidad (…).Tampoco…mirando fotografías . Hay que comprender, y sólo se puede comprender a través de la presencia del propio objeto”, p. 17. El objeto talismán que inició a Hughes fue la estatua de bronce del emperador Marco Aurelio:

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P., 19

Las tres imágenes que siguen son solo una fotos que hice en Roma, pero quizá ayuden a quien haya vivido una experiencia semejante a la descrita por Hughes a recordarla. En fin, Hughes se ha muerto, pero que le quiten lo visto.

 

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Entresaco de la nota necrológica que el NYT le dedica algunas opiniones de Hughes sobre artistas contemporáneos. Como podrá observarse, Hughes no se mordía la lengua ni en la crítica acerba ni en el elogio. Sus juicios se basaban, como ocurre con los buenos críticos, en la sinceridad que se deriva del placer o el disgusto razonados, respecto a los cuales no cabe sino fidelidad:

Jeff Koons:  “So overexposed that it loses nothing in reproduction and gains nothing in the original.”

Warhol:  “The alienation of the artist, of which one heard so much talk a few years ago no longer exists for Warhol: his ideal society has crystallized round him and learned to love his entropy.”

Lucian Freud: “Every inch of the surface has to be won must be argued through, bears the traces of curiosity and inquisition — above all, takes nothing for granted and demands active engagement from the viewer as its right.” “Nothing of this kind happens with Warhol, or Gilbert and George, or any of the other image-scavengers and recyclers who infest the wretchedly stylish woods of an already decayed, pulped-out postmodernism.”

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