Me ha ocurrido a menudo encontrarme con niños en los museos. Los suelen llevar sus padres con la idea de que sus hijos van a aprender divirtiéndose. Además, mucho museos, como el de la foto, están concebidos siguiendo claros criterios didácticos. A menudo, no contienen piezas de gran valor, pero si se tiene la paciencia de ir mirando atentamente las fotos y videos y de ir leyendo los paneles explicativos, se puede aprender mucho.
El acto de llevar a un hijo pequeño a un museo pertenece a esa gama de comportamientos en los que el brillo de la intención oscurece las condiciones de su cumplimiento, seguramente condenado al fracaso. Quiero decir, que el final de las visitas suele ser amargo, porque el niño no tiene la paciencia suficiente para colmar las expectativas paternas y, más allá de lo anecdótico, no suele interesarse por lo expuesto, aunque se lo presenten con el azúcar de las aulas didácticas, los lápices para pintar o los instrumentos para que se haga una idea de cómo se llevaba a cabo tal o cual actividad.
Personalmente, en los museos busco fogonazos de interés, encuentros felices con objetos insospechados, con matices imprevistos, antes que un seguimiento sistemático de una tendencia, corriente o aspecto. Creo que a los niños les pasa algo semejante. De repente, pueden quedarse maravillados ante un algo, pero difícilmente son capaces de seguir con atención un desarrollo sistemático, como proponen estos los museos enfocados hacia la enseñanza.
Y los adultos se desesperan, piensan en las pocas visitas culturales a las que les llevaron sus propio padres, sienten que sus hijos no son el reflejo de sus deseos, y, a veces, incluso, robando el espacio natural a sus criaturas, se enfurruñan, como parece ocurrir en la foto, fingiendo, además, un excesivo interés por lo que podrían leer a solas, en casa, si de veras les interesara tanto.
En la imagen, una niña merodea a lágrima viva en torno a un adulto, abstraído en la lectura de un panel. La actitud inclemente del adulto, unida a los berridos de la pequeña, son un ejemplo de hasta qué punto una visita a un museo puede convertirse en una experiencia poco placentera para sus protagonistas y para otros visitantes, entre los que me cuento.
Foto del Museo de la naturaleza y el hombre (Santa cruz de Tenerife)
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