miércoles, 11 de julio de 2012

Sin extra de Navidad. De cuando nos hicieron creer que podíamos comprar el turrón en el supermercado de El Corte Inglés. Vuelta al champán semidulce, en lugar del cava brut nature, y al tinto Los Molinos en lugar de los “buenos caldos”.

Nos hicieron creer que, si nos manteníamos lejos de la intocable pescadería, podíamos hacer la compra de Navidad en el supermercado de El Corte Inglés, que el jamón de Teruel iba quedándose para los inmigrantes, porque lo nuestro eran los ibéricos de cebo, por lo menos. Nos convencieron de que un tigre deconstruido en espuma (me refiero a los mejillones) en un garito de mucho diseño estaba al alcance de todos, que las terrazas podían sustituir a las barras de bar y la música medio chill out había desterrado al serrín purificador, que los móviles tenían que ser inteligentes, los despertadores autoregular la hora por satélite y la ducha convertirse en cabina de masaje, hasta con cromoterapia. Nos anunciaron que nos podíamos permitir un coche de más de cien caballos, que hasta nos lo merecíamos.

A mí, en particular, tan mirado a la hora de gastar, me indujeron a merodear por las primeras rebajas en lugar de los saldos finales, a comprar algún libro en rústica, algún cd de 18 euracos,  a preguntar el precio de algún grabado, a mirar las subastas de arte de las oenegés locales, qué sé yo, locuras que llegaban al paroxismo por Navidad, como cuando compré la  serie entera de The wire a 100 del vellón, pudiendo habérmela descargado de la red, cosa que hice con Los Soprano.

Bueno, y si hablamos de tabletas, ordenadores y navegadores, ya ni les cuento, que preguntabas a un chaval por la calle si había una farmacia cerca y  sacaba el móvil con google maps incorporado.  Y todo eso por no hablar de los spas, las casas rurales para Nochevieja, las cabañas pirenaicas, el odioso puenting con bonos rebaja, las aguas bravas de la expo o alguna semaña caribeña, igualita que las de Dívar, pero más modesta y con la parienta.  Ah, y los programas de mano de las exposiciones, que los del Cosmocaixa parecían auténticos catálogos, y los bolis, carpetas y algún pilot de los congresos, incluso  las modestas jornadas de profesores de idiomas, que, aunque no hubiera nada interesante, te hacían volver a casa contento como unas pascuas.

Casi me olvido de los poblados de outlets en el extrarradio de las ciudades. Qué placer el de las Rozas, cerca de Madrid. Podías tener la sensación de que estabas en una milla de oro de una capital europea, París, Viena o, Roma, como un turista japonés, comprando cosas de marca, pero a precio de hojalata, porque además adelantaban las rebajas a antes de Navidad y porque el dadivoso Zapatero casi había igualado las extras a un mensualidad. Todo era lujo al alcance de la clase media, de muchos funcionarios, de los que trabajaban en la construcción o hacían reformas, de los corredores de seguros, de los asesores y de los abogados matrimonialistas, de los niños computerizados, consolidados, appelizados, bobesponjados, pocoyoizados, que ya no merendaban medio bocata de chocolate o foie gras, sino danacoles en botellín, bollicaos diéteticos , manzanas ecológicas o batidos de mango y frambuesa, marca S. Arola.

Pero el sueño no podía durar, le fe en los Reyes Magos tiene la fecha de caducidad de un sueño infantil, la corta vida del espejismo del eterno bienestar de las clases medias, que, por si lo habíamos olvidado, son medias respecto a las altas, que seguirán comprando en El Corte Inglés, incluida la pescadería, y las bajas, que cada vez tienen más difícil llegar a fin de mes y quien sabe si, como el muñecolate, llegarán o no a la próxima Navidad.

En fin, que sigan comprando lubina salvaje los que nos han arruinado, que se vayan a Saint Moritz a esquiar o a las islas a navegar, que digan a su chófer que hoy conducen ellos, que se pongan sus camisitas con el bolsillo bordado con ese tío jugando al polo y se aten el suéter de cachemir al cuello, pero que no nos  digan que nos van a sacar del atolladero, que ellos sí que saben de economía, que son unos presionadores en lugar de presionados, que son soberanos en sus decisiones, que no hay condicionalidades (sic), porque pueden habernos amargado las Navidades de los próximos tres años, por lo menos, pueden obligarnos a volver a la sidra El Gaitero en lugar del champán semidulce, pero no podrán evitar que no brindemos por ellos, sino contra ellos, por mentirosos y fantasmas, lo peor que puede ser un político.

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