viernes, 29 de junio de 2012

Paparazzo por un día. Con Chayo Mohedano y su padre Amador.

Voy andando por la calle de Alcalá, después de haber tomado una horchata en Alboraya (3’20 euros el tamaño mayor), cuando a la altura del teatro Alcalá, ahora Nuevo teatro Alcalá, veo llegar un cadillac descapotable rojo de los años setenta y, al fondo, un agitado grupo de periodistas armados con potentes cámaras fotográficas. Dudo un instante si salir corriendo o acercarme. Al poco, un fuerza interior me hace sacar del bolsillo mi móvil e incorporarme al grupo de fotógrafos. Entre cada disparo que voy haciendo, me asaltan de nuevo las dudas, que agrupo aquí en un solo paquete: ¿qué hace un chico como tú en un sitio como este, me van a decir algo, tengo derecho a hacerlo, les sentará mal a los fotógrafos que también a ellos les haga fotos, se van a poner a reír los que llevan un objetivo de no menos de 8 centímetros de largo de un móvil como el mío, que más que inteligente es border line? Esas eran la dudas que me entraban, pero cada vez con menos fuerza, porque nadie parece reparar en mí ni en mi aparatejo fotográfico, quizá porque soy una figura, la del advenedizo paparazzo, no tan infrecuente. Por fin, me relajo. Ocurre cuando hasta el padre de la artista,  Amador Mohedano Jurado, bien trajeado, con la melenilla sin teñir y al que, un poco apartado del grupo, se le cae la baba por su hija, me pide disculpas por haberse cruzado en la trayectoria de mis instantáneas. Entonces ya, dueño del instante, hasta me acerco a Chayo para decirle, como he visto que hace los paparazzos de verdad, mírame, ponte de este lado , que no me das la cara, Chayo de mi vida. Y ella, toda simpatía, toda promoción de su nuevo espectáculo, el Musical Habana pasión, llena de deseo de agradar, se levanta un poco la falda, pone morritos,  se atusa sensualmente su hermosa cabellera o dibuja un hollywoodiano escorzo de cuello.

Mientras tanto, los verdaderos bailarines cubanos están  en la puerta del teatro meneándose al son de los instrumentos de percusión con los que se acompañan. Me distraigo un instante y no puedo evitar pensar en lo curioso que resulta que no sean ellos los protagonistas de la situación. Por fortuna, me saca de mi melancolía la intervención de un jefecillo que los mete a todos para dentro a toque de corneta nada sabrosona. Pero ellos no se ofenden ni dan muestras de sentirse maltratados, sino que obedecen y, a paso de baile, van despareciendo. Vuelvo a mirar a Chayo y noto que el encanto, la fiebre de paparazzo por un día que me había entrado ha remitido. Guardo mi móvil y me retiro. A mis espaldas, oigo decir a la vedette que se quema el culete con la chapa del capó sobre el que se había sentado a instancias de otro fotógrafo, porque a mí, neófito en la actividad, no se me habría ocurrido pedirle que se sentara ahí el primer día.

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