Hace tiempo que los museos de arte contemporáneo adquieren todo su esplendor cuando las exposiciones temporales los convierten en rastros o tiendas de anticuarios de medio pelo. Las colecciones permanentes conservan todavía, en la mayor parte de los casos, obras tradicionales, en el sentido de no suelen quedar dudas de que se trata de cuadros o esculturas, aunque las fronteras con otro tipo de artilugios no sean infrecuentes, por lo menos desde que los objetos encontrados adquirieron categoría museística. Pero es seguramente cuando se juntan varias exposiciones de cacharros, instalaciones, escaparates, recreación de talleres o ambientes domésticos, a veces en puntos no muy distantes de una misma ciudad - los centros culturales se atraen en el espacio-, cuando se hace más evidente la tendencia a recrear un universo semejante al de los rastros o las tiendas de los anticuarios de medio pelo, plagadas de objetos agonizantes que buscan una segunda oportunidad, prolongar su vidas, reencarnándose, con suerte, en fetiches culturales, sentimentales. El artista se convierte en una mezcla de mecánico y escaparatista, en un ingenioso chamarilero que, lejos de artista brujo, creador a partir de la materia informe, la piedra, el lienzo, le vide parier qui la blancherur défend, permite que los juguetes, los envases, los desperdicios, los muebles viejos, las máquinas rotas, entren en el mundo del arte, en el que cada átomo se carga de significado y, con suerte, de valor convertible en dólares.
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