miércoles, 10 de noviembre de 2010

Es duro dejar de creer

Foto1925 A menudo, siento antipatía por aquellos creyentes cristianos a los que les cuesta convencerse de hasta qué punto la línea oficial de la Iglesia católica es retrógrada y está anclada en posiciones contrarias con los más elementales ideales de igualdad y justicia. La libertad la dejo aparte, porque nunca fue algo importante para la curia. A menudo, también, siento simpatía por esos mismos creyentes cuando noto que les cuesta romper el vínculo afectivo que mantienen con la iglesia, aunque no estén de acuerdo con sus planteamientos e incluso renieguen de sus posicionamientos públicos. Quizá, esos dos sentimientos en cierta medida opuestos aniden en mi, porque esa misma esquizofrenia que he descrito la vivo yo en relación a los antiguos regímenes socialistas, los del otro lado del llamado Telón de acero. Hay quien contradicciones semejantes las salva diciendo, como Saramago, que una cosa son los ideales y otra la historia, pero no es un planteamiento que calme mi desazón. Porque qué ideales son esos a cuyas espaldas se amontonan tantas víctimas a todas luces innecesarias, tantas injusticias cometidas con el ideal puesto en la distancia y el beneficio propio situado a pocos pasos. Sí, ya se sabe, que hay respuestas para todo y la historia del marxismo leninismo las tiene estupendas, que si era imposible el socialismo en un solo país, que  sí que lo era, pero a costa de una férrea dictadura del proletariado, que hasta que desaparezca el estado habrá conflictos, etc. No hay manera de hacer pasar esa bola por la garganta, ni con poco de azúcar, tanto crimen no se puede tolerar. Pero, dicho esto, quizá porque aborrezco de nuestro descontrolado sistema capitalista, me queda siempre una zona de duda, de incertidumbre, sobre lo que debió ser aquello. No me refiero al paraíso perdido de los orígenes de la revolución soviética, que son algo así como las primeras comunidades cristianas para quien no puede dejar de tener fe. Me refiero a lo que vino después. Y a veces me asalta la duda de si en los países del Este no ocurrió con la Unión Soviética un poco como en España sucedió con la Francia portadora de ideales ilustrados durante la Guerra de Independencia, que el rechazo se produjo porque nada se puede imponer por la fuerza, ni siquiera lo bueno. Pero decir una cosa semejante implica aceptar que la Unión Soviética era portadora de ideales de libertad y justicia y que no todo era pura ideología, en el sentido de discurso encubridor, justificador del orden real. Y llego a un punto en que me encallo y que seguramente explica mis sentimientos ambivalentes hacia esos cristianos de los que hablaba. Por un lado, cierta estupefacción, que deriva del hecho de que incongruencia la veo clara y me parece inaceptable transigir con la línea oficial, por otro, cierta solidaridad, porque sé cuánto cuesta dejar de creer sin convertirse en un rabioso converso.

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Los testimonios sobre los abusos del régimen soviético son muy numerosos, en especial los dedicados al estalinismo. Estremecedora, por hondura, amplitud de miras y calidad literaria, es la novela Vida y destino, de Vasili Grossman, vuelta a publicar con éxito hace tres años por Galaxia Gutemberg. Pero la reflexión anterior tiene más que ver con la relación de los países llamados satélites con la URSS. En concreto, fue suscitada por este fragmento de Imágenes de Praga (John Banville, Herce, 2003, p. 27-29).

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