Para el paseante urbano, a menudo remiso a las escapadas de fin de semana, a los cruceros y a los viajes exóticos, el lugar de las maravillas puede ser la tienda de un chamarilero. Los locales de estos anticuarios de segunda o tercera clase o mano reúnen en sus locales la más amplia variedad de polvorientos objetos que se pueda imaginar. En realidad, pocas de las cosas que acumulan son de gran valor, ninguna piel de zapa (1), sino más bien lo mismo que se suele tener en casa, pero traducido a la casa del abuelo o, en el mejor de los casos, del bisabuelo. Copas, botes, algún mueble, objetos de tocador y escritorio, pequeños electrodomésticos, pueblan sus estantes y el suelo. En Zaragoza no hay muchas de estas tiendas, en realidad ninguna comparable a lo que he visto en Praga, pero algo se parecen a ellas los almacenes de algunas fundaciones benéficas o comunidades de ayuda, como, por ejemplo, Remar, cuya tienda se autodenomina hiperrastro. También el mercadillo del
Parque del agua ha reservado una amplia zona a los chamarileros y, dentro de poco, a partir del próximo día 29, en la Sala Multiusos del Auditorio, se celebrará el Rastrillo de la Fundación Ozanam, verdadero paraíso para los aficionados y para los necesitados de las cosas viejas.
(Obra del pintor abstracto aragonés Vera adquirida en el rastrillo de Ozanam hace unos años por unos 60 euros)
Lámpara de Murano adquirida en el rastrillo de Ozanam por unos 50 euros. Las piezas rotas fueron sustituídas por otras de una lámpara mallorquina (Gordiola).
Durante el último puente de octubre me dejé llevar a Praga y entré en una de estas tiendas con la debida cautela, pues resulta fácil tirar al suelo involuntariamente o adrede los cacharros. Una de las personas que venía conmigo preguntó al encargado cómo hacía para limpiar todo, porque, en efecto, el polvo, complemento ideal del sitio, brillaba por su ausencia. El tipo contestó con coquetería de anticuario que ni se le pasaba por la cabeza limpiar. Pero, al caer en la cuenta de que efectivamente si hacías resbalar impertinentemente el dedo por encima del marco de un horrible cuadro la suciedad no se acumulaba más allá de lo que ocurre a menudo en casa, debió acordarse de que había vaciado el local para unas reparaciones un mes antes. “Al sacar las cosas debieron perder algo de su polvo”, dijo con retintín. Noté que se adueñaba de mí un impulso locuaz y con espontaneidad poco frecuente le dije que la imagen que yo tenía del paraíso se parecía mucho a su tienda. Volvió a sonreír y con aire satisfecho dijo que las cosas las había puesto él. De ahí a la conclusión que extrajo faltaba poco, pero si yo me hubiera encontrado en su lugar, me la hubiese callado. “Entonces soy como dios”, dijo satisfecho. Sonreí, pero el tono que estaba adquiriendo la conversación, que además se estaba produciendo en inglés, empezaba a no interesarme, porque se aprovechaba de mi comparación con el paraíso. Para poner las cosas de nuevo en orden le pregunté el precio de unos calendarios de escritorio de los años treinta, uno checo alemán y el otro solo checo. Al hacerlos girar cambiaba el día del mes. Eran caros y teníamos prisa, así es que tuve que marcharme del Edén, porque mi Eva y sus secuaces habían decidido que Praga ofrecía otras tentaciones más suculentas. Antes de irme, el individuo, con tono cómplice, como quien ha notado algo común en el otro sin que haya habido declaración de gustos e intenciones, me dio su tarjeta de presentación, que no es otra que esta, por su lado A:
Y por su lado B, que no es otro que un envoltorio de chocolates Lind, 70 % de cacao:
En sitios como este, salvo hallazgos poco probables, no hay cosas de gran valor, ni siquiera de gran valor mágico. Su gracia está en que los objetos pasados por el filtro de los años vuelven a adquirir la magia que la rutina les robó y si son muchos, todos juntos y dispuestos abigarradamente, a algunos nos ofrecen una decadente imagen del paraíso, aunque también nos recuerden que un día no estaremos aquí. No hacen, en definitiva, saborear el tiempo.
(1) La inscripción que el protagonista de La piel de zapa, de Balzac (Balzac, La Peau de chagrin, Gallimard,1974, p. 61), encuentra durante su visita a los almacenes de anticuario:
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