Hay dos maneras de convertir un espacio doméstico en acogedor. Las dos, sin embargo, llevadas al paroxismo, hacen de la casa un infierno. Me refiero al orden y al desorden. El grado óptimo es cosa de cada uno. El desorden en el que se mueve mi hija, a mí, que para mi mujer soy desordenado, me parece extremo. Pero, hay tanta distancia entre mi opinión sobre mi hija y la opinión de mi mujer sobre esa misma hija que, aunque los dos nos decantamos por definirla como desordenada, no podemos decir que pensemos exactamente lo mismo. La opinión de mi mujer sobre el desorden de mi hija hay que medirla en magnitudes siderales, de esas que solo entienden los astrónomos. Para mi, es solo un desorden de años, pero no de años luz.
A su vez, mi hija tiene mi desorden por orden, aunque e veces me concede el beneficio de la duda, sobre todo en cuestión de ropa puesta encima de la silla, pero, por lo general, me desprecia como si fuera un representante de armarios a medida.
Entre mi mujer y yo, el grado de desacuerdo en el que nos movemos en relación al orden es notable. A veces, acabo de poner las cosas en su sitio cuando me dice, “a ver si pones las cosas en su sitio”. La disculpo pensando en que llevaban tanto tiempo fuera de lugar que quizá ella había creído que el anterior era su lugar de siempre. En este intercambio de funciones y papeles noto que nos ocurre lo que Maradona decía del Madrid y el Barça, que cuando uno está bien es porque le ha quitado bienestar al otro y viceversa. Si ella ordena un espacio compartido, es a expensas mías, alterando mi orden y perjudicando mi salud. Y si, por ventura, una mañana de invierno, a mí me da por ordenar, resulta que como lo óptimo -porque, cuando me pongo, me pongo de verdad- es enemigo de lo bueno, acabo cagándola, pidiendo una amplia reforma de la casa o una nueva distribución de espacios. En fin, que, como decía Villaespesa, cada cosa es del color del cristal con que se mira. ¡Ni les cuento si mi abuela levantara un poco la cabeza, ella que cambiaba milimétricamente los cubiertos sobre la mesa dos o tres veces antes de comer!
En lo que creo que la mayoría de ustedes y yo estaríamos de acuerdo es que este escaparate de una tienda chachi de muebles representa lo menos indicado que se pueda pensar para evocar la habitación de una niña, y hasta de un niño. Parece una cárcel infantil de lujo, la habitación de un maniaco, el equivalente en cuestión de dormitorios a esos cuerpos de gimnasio que no descuidan un músculo. Y me pregunto, si esto es un orden excesivo, de esos en los que resulta inimaginable el olor a pedo, cuál sería su equivalente en desorden. Me vienen a la cabeza imágenes de la habitación de mi hija, pero como ella se cree ordenada y, por otro lado, mi mujer le atribuye un desorden mil veces superior al que le atribuyo yo, entro en crisis y prefiero no decir nada, no vaya a empeorar el orden de las cosas.
Y a la niña de este horror de habitación, ¿dónde la metemos?, ¿en el armario? No, que es translúcido y se nos verá y desentonará. ¿La colgamos entonces de una pared, junto a los cuadritos, tan monos ellos? Ésa es buena idea, sobre todo si es una niña como dios manda, o sea una niña a tono, de ésas "niñas bombón" o "niñas regalito", como las llamo yo. Sí, ésas que llevan el lazo grandísimo en la cabeza, luciendo melena lisa inamovible, con vestidito planchadísimo y merceditas a lo Celia, sin una pizca de barro, o sea niñas como las del tiempo de maricastaña.
ResponderEliminarPrefiero a tu hija y el cuarto de tu hija, definitivamente.
Es que no lo has visto!
ResponderEliminarHai ragione, Beatrice.
ResponderEliminarVi regalo una parola italiana inventata da me:
Coccococcolalalare
Cantare la NINNANANNA ad un bimbo, carezzandolo sotto un cocco in un bel paradiso tropicale.