Con el calor veraniego ya en el horizonte, les llega a las alpacas el turno de ir a la peluquería. A mí también me llega, porque, aunque escaso y poco calorífero, no deja de crecer este jodido pelo, un tiempo fuente de dicha y orgullo y hoy doméstico no del sol, como el gallo de Góngora, sino de los años que pasan.
Voy pidiendo a las mujeres con las que tengo algo de confianza –no la tengo con ningún hombre- que me eviten el mal trago de ir a la peluquería, pero no se apiadan de mí, que si va a quedar mal –mejor mal que relamido, como va a quedar en la peluquería-, que si se va a llenar todo de pelos –me comprometo a usar la escoba, el aspirador ciclónico y hasta el desinfectante-, que si las tijeras no cortan –no se me ocurre nada que decir.
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