Foto: Teo Félix |
Los sacerdotes egipcios no la comían, porque es el único vegetal que germina con la luna menguante y se retrae con la luna creciente. La cebolla es de las pocas cosas en la tierra que no se deja seducir por efluvios de Selene, fruto cabezón que desmiente los ritmos naturales y desobedece a la simpatía universal dictada por su batuta suprema. Por eso perdura tanto en el aliento.
La luna es Venus celeste que todo humedece y hace
fructificar, Ártemis protectora de los partos y, según Tulio Cicerón, emite el
sonido más grave de la música de las esferas, que es
de todas la primera, una dulcísima armonía.
Durante los días de primavera, con el cielo descubierto,
sorprende a los paseantes, que la reciben a través de la noche iluminada como huésped inesperado,
portador de una misteriosa alegría que recuerda al licor justo
antes de que entontezca la cabeza (Y bebí un vino fuerte, como sólo los audaces
beben el placer). Entonces, la luna, mezclando lo mejor de los invisibles
ríos que la recorren y los restos de la tibieza vespertina, envía a los seres vivos
de la tierra un rocío dorado. El calorcillo interno que nos hace sentir, si
hemos cogido antes de salir de casa una rebeca ligera, es enemigo de la sequedad
que produce el sol. Lo que éste nos quita, aquella nos lo da al anochecer. Uno
concentra y la otra distiende. El hermano sol es pesado, insistente, lleva a
crímenes absurdos, es terco, agrieta la piel; la hermana desata, relaja,
ablanda, disuelve.
Entre los dos, seguramente consiguen un perfecto equilibrio,
pero yo la prefiero a ella, aunque cuando se va encogiendo se empequeñezca la
pupila de los gatos, descansen las hormigas y yo me sienta tristemente calvo.
Los niños de pecho abandonados al plenilunio están
condenados, nunca se recuperarán del drama de haber sido expuestos, su cuerpo habrá
acumulado demasiados humores, se habrá deformado y no vuelve nunca más a su
ser. Quizá fue eso lo que me pasó, quizá
por eso, cuando aparece en el firmamento, a veces la desdeño, me voy a casa a
leer, y otras veces, me quedo inmóvil y temeroso ante su fulgor, pieza perdida
de un mundo imaginado, último vestigio de un rompecabezas que nunca podremos
confirmar.
(Algunos de los contenidos del texto provienen de Citati, P.,
Leopardi, Mondadori, 2011)
Foto: Teo Félix |