Florencia es como un parque temático del arte, en particular del Renacimiento. Es tal la cantidad de atracciones que se acumulan en un espacio relativamente pequeño que es fácil sentirse abrumado. En mi primera visita, hace unos treinta años, becado durante dos meses para asistir a un curso de lengua, los primeros diez días me los pasé sin ir a ningún lado, porque entrar en cualquier iglesia, convento, museo, palacio, implica desdeñar otro que está a poca distancia. Es como si en un museo, cada vez que te pones delante de un cuadro, más que disfrutar del instante, no pudieses dejar de pensar en la obra maestra que cuelga unos metros más allá, o en el cuadro que has entrevisto en la distancia y que seguramente es uno que viste de pequeño. La condena del mirón que no puede dejar de atender a estímulos incesantes, hasta caer agotado sin haber disfrutado con nada.
Una vez aceptado el exceso, aclimatado a un hábitat tan hostil para quien estaba acostumbrado a vivir en un barrio gris de una gran capital, pasé los siguientes cuatro días pensando qué iba a visitar primero. Todo fue, sin embargo, inútil, no había manera de decidir por dónde empezar, hasta que una mañana me puse a caminar resignado a ver solo lo que el destino quisiera regalarme, y a dejar de ver, seguramente, cosas sobre las que después, de vuelta a España, iba a leer maravillas maravillosamente escritas por viajeros que habían pasado en Florencia una quinta parte del tiempo del que había disfrutado yo. Bueno, en realidad no me puse a caminar resignado, sino desolado. No vi el corredor de Vasari, el cenáculo de Santa Apolonia, El Orador etrusco, la antigua farmacia de Santa María Novella, la crucifixión de Perugino… menos mal que por lo menos visité la escalera Laurenciana y las pinturas murales del museo Davizzi Davanzati, porque la mala leche todavía me invade cuando leo referencias a obras que me perdí.
Supongo que mi experiencia es una más de las salidas neuróticas que el organismo encuentra ante la encerrona artística o artesana florentina. El patatús que le dio a Stendhal en Florencia, descrito en su diario (1), le sirvió en 1989 a la psiquiatra Graziella Magherini, interna del hospital Santa María Nuova, para bautizar como síndrome de Stendhal el fenómeno de desplome repentino que había sido observado en distintos turistas, abrumados por tanta piedra llena de relumbre: extranjeros que tras mirar, por ejemplo, los frescos de una sacristía caían redondos al suelo balbuciendo un no sé qué y moviendo a continuación los labios como si estuviesen succionando un biberón. ¡Qué menos, si es que en Florencia, una vez que sales a la calle, no hay dónde refugiarse!
Últimamente vuelven a asaltarme imágenes de obras florentinas que una vez restauradas, recobran su vigor y con él su capacidad de hacer enfermar al visitante. Ahora le toca el turno a una de las vidrieras de Ghiberti, parte del conjunto de 44 piezas que fue realizado entre 1394 y 1444 por artistas de la talla de Donatello, Paolo Uccello, Andrea del Castagno, Agnolo Gaddi y el mismo Lorenzo Ghiberti. he aquí una descripción de la obra:
Nella vetrata (dimensioni: 1,75 x 6,75 metri, divisa in 16 pannelli), eseguita tra il 1435 e il 1443 con le altre che ornano le Tribune del Duomo, dal maestro vetraio Francesco di Giovanni su cartone di Lorenzo Ghiberti, sono rappresentati quattro uomini in ricchi abiti orientali, con manti damascati e copricapo a turbante. Si tratta di antichi personaggi ebraici, come le oltre 150 figure raffigurate nelle vetrate del Duomo di Firenze che rappresentano il mondo giudaico da cui nacque Cristo. Il problema principale della vetrata era il fenomeno di polverizzazione del vetro, comune, in varie forme, a tutte le vetrate della cattedrale, dovuto a cause di origine chimica e biologica, prima fra tutte l’umidità della condensa. Questo fenomeno produce le cosiddette «croste di disfacimento» nel vetro che continua ad assottigliarsi, con il rischio di scomparire, oltre a creare un forte effetto oscurante.
Y una serie de imágenes de la misma, antes y después de la restauración:
(1) «Là, assis sur le marchepied d’un prie-Dieu, la tête renversée et appuyée sur le pupitre, pour pouvoir regarder au plafond, les Sibylles du Volterrano m’ont donné peut-être le plus vif plaisir que la peinture m’ait jamais fait. J’étais déjà dans une sorte d’extase, par l’idée d’être à Florence, et le voisinage des grands hommes dont je venais de voir les tombeaux. Absorbé dans la contemplation de la beauté sublime, je la voyais de près, je la touchais pour ainsi dire. J’étais arrivé à ce point d’émotion où se rencontrent les sensations célestes données par les beaux-arts et les sentiments passionnés. En sortant de Santa Croce, j’avais un battement de cœur, ce qu’on appelle des nerfs à Berlin ; la vie était épuisée chez moi, je marchais avec la crainte de tomber. Je me suis assis sur l’un des bancs de la place de Santa Croce ; j’ai relu avec délices ces vers de Foscolo, que j’avais dans mon portefeuille ; je n’en voyais pas les défauts : j’avais besoin de la voix d’un ami partageant mon émotion». Cit. en, Leavitt, David, Florencia, Altair viajes, 2002, p. 32.
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