La aurora de Nueva York tiene/ cuatro columnas de cieno/ y un huracán de negras palomas/ que chapotean las aguas podridas// La aurora de Nueva York gime/ por las inmensas escaleras/ buscando entre las aristas/ nardos de angustia dibujada. (F.G.L. Poeta en Nueya York).
No quiero ir a Nueva York porque sé lo que me espera, quiero ir porque sé que es inimaginable; no quiero, porque me siento a gusto pensando en lo que me ahorro, en lo caro que debe ser todo, porque pienso que a l grande se vive peor, porque me complace verme aislado, como un exquisito paleto, muy refinado en sus lecturas -y en casi nada más- que vive en una ciudad, la quinta o sexta del país, que debe ser más pequeña que un solo barrio de Nueva York. Quiero, porque allí, todo lo moderno, sin duda, es lo que es, mientras que lo nuestro, nuestras plazas, nuestros edificios, nuestra manera de vivir, a partir de 1850 o 1900, son sucedáneos, achicoria europea, menudencias urbanas, ocurrencias diminutas que no hacen ni sombra a la capital del mundo: Los verdaderos ascensores de los años treinta están allí, los rastros de ensueño, las mejores pizzerías, la peor gente, los perros que pasean de diez en diez y cuyos paseadores ganan más que yo al mes con quizá tres o cuatro horas de trabajo al día, cien mil tiendas con un solo dependiente, una tras otras, durante kilómetros, vagabundos arquetípicos, edificios art déco enteros, con cuarenta plantas, por decir un número alto cualquiera, calles para estar una vida vagabundeando, una eternidad despierto. No, no quiero ir, pero quiero ir, para saber cómo es la cuidad mayor del país al que obedecemos desde hace mucho ya, cómo es el metro en el que el expresidente F. González prefería morir de un navajazo antes que en las calles del seguro Moscú del socialismo real, cómo se las gastan esos policías que parecen sacados de Hesiodo, esos judíos ortodoxos que son la versión sumisa de A. Portnoy, esas mujeres cuyas piernas me llegan al cuello.
Leo que los Archivos municipales de NYC están poniendo a disposición de los curiosos un total de 870.000 fotos que van de mediados del S. XIX hasta los años 80 del siglo pasado, con escenas varias, desde imágenes del hampa o de la vida cotidiana hasta instantáneas de puentes, edificios o calles. Buscando en internet, consigo llegar hasta el enlace que da acceso al inmenso archivo, pero cuando clico, el ingreso me es negado por sobrecarga. Un poco de paciencia, me digo, y me contento con las imágenes que pillo en la red. He aquí alguna de ellas:
Pintores colgados del puente de Brooklyn durante su construcción (7 de octubre de 1914) (ap)
Delancey Street (29 de julio de 1908) (ap)
El puente de Manhattan en construcción (5 de junio de 1908) (ap)
24 de noviembre de1915, el cadáver del obrero Robert Green y del ingeniero Jacob Jagendorf en el hueco de un ascensor (ap)
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