“Hablas de ética y parece que suenan los violines cuando –hoy y siempre- la palabra lleva una ofensiva carga de desazón y violencia” (R. Chirbes, en Gracia, J. y Ródenas, D., Historia de la literatura española, 7. Derrota y restitución de la modernidad, 1939-2010, Crítica, 2011, p. 918)
Para leer la última novela de R. Crirbes, En la orilla (Anagrama, 20013), y apreciar sus virtudes casi sería mejor conocer de antemano el escaso argumento de la obra, a cuya resolución ni siquiera asistimos. Quizá, así, podría entenderse mejor esta especie de torbellino digresivo que va cerrándose sobre sí mismo según aumenta su intensidad, como ese pasado que para Esteban, el protagonista, se ha “convertido en un alien que se hincha, aglomeración de caras y voces que me llena y presiona dentro hasta convertirse en algo insoportable”.
El final está esbozado casi al principio, cuando un joven marroquí descubre despavorido unos cuerpos calcinados a la orilla del marjal. Allí Esteban fue feliz en la infancia y es donde acude a terminar sus días, llevándose por delante a su decrépito padre y al perro de caza con el que había compartido sus últimos años. El suicidio no narrado parece querer quitar la adrenalina de la acción a la historia, que se centra en la visión íntima del protagonista, en una especie de rendición final de cuentas. Hay algún diálogo, alguna pequeña anécdota, pero todo está filtrado por su conciencia dolorida . El desencadenante del drama es la quiebra de su empresa a causa de arriesgadas inversiones realizadas durante los mejores años de la reciente burbuja del sector de la construcción. En la novela, por pasar, no pasa casi nada, pero se cuenta una vida entera a través de la evocación y el sentido análisis del personaje mismo. La esquizofrenia entre el mundo exterior y la vida de Esteban se acentúa en las partidas de cartas en las que habla consigo mismo al tiempo que mantiene vivo el hilo de la comunicación con sus amigos. Entre lo que ellos parecen ser para sí mismos y lo que son para Esteban media un abismo. En esa grieta, presente en su vida toda, está el drama del personaje. Solo el marjal y el recuerdo de Leonor le reconcilian consigo mismo. Pero ella le abandonó y el marjal es tan hermoso como siniestro, un territorio en que vida y muerte se enredan sin solución de continuidad.
A la hora de llevar a cabo su arduo empeño Chirbes vuelve a apoyarse, seguramente con más intensidad que en Crematorio, en los monólogos interiores. Ya lo había hecho en la trilogía formada por La larga marcha (1996), La caída de Madrid (2000) y Los viejos amigos (2003), dispares, por lo demás, en lo que se refiere a la elaboración de la prosa. También en Los disparos del cazador (1994) había dado voz a un viejo que al final de su vida hace cuentas con su insatisfactorio pasado. En ese sentido, para lo bueno y para lo malo, cuando uno lleva leídas trescientas casi siempre intensas páginas de En la orilla, llega un momento de cierto hastío en el que piensa que está ante más de lo mismo, el mismo Chirbes empeñado en iluminar con su prosa crítica los recovecos de la realidad personal y social. “Interesante y profundo, sí, pero algo cansino”, está uno tentado de concluir al colocar el marca páginas al libro antes coger aliento para enfrentarse al último tramo. Sin embargo, es sin duda esa última parte la más sabrosa, aquella en la que el escritor echa el resto y aquella en la que, sin perder el ritmo ni el referente último de la realidad, crea su mundo propio. Ahí está lo mejor de él , su perspicacia, su capacidad de atender a los múltiples matices, su intensa y cuidada prosa, su fogonazos líricos, tan melancólicos y crudos. (Una dedicatoria autógrafa de Chirbes)
A este estudio narrativo sobre los devastadores efectos de la crisis y la vejez, con la muerte como tema de fondo, solo se me ocurre ponerle algún pero. Uno, la historia de amor fallido entre el protagonista y Leonor, la hija de pescadores que acabará siendo una cocinera parvenue con dos estrellas Michelin. El filón está bien excavado, pero, en mi opinión, le faltan raíces narrativas suficientes como para adquirir el relieve que tiene en la conciencia del protagonista. El otro pero consiste en que la alta tensión discursiva, bien mantenida, en algún momento cala hasta caer en el tópico, quizá en particular en lo que se refiere a la asistenta de Esteban.
Una de las claves del proyecto narrativo de Chirbes quizá haya que buscarla en Francisco, el amigo de Esteban, un escritor de lo obvio, vulgar, príncipe de la redundancia, advenedizo, pagado de si mismo, banal, mal amante de los buenos caldos, rentista de los años de la burbuja, heredero de los desmanes del franquismo. Si Esteban se siente retratado y consumido en lo que no ha sido, ni artista ni hombre de familia, porque le definen sus carencias, Chirbes sigue firme en su propósito de ser la contrafigura de Francisco.
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