Hacía meses que quería leerlo, pero decidí esperar a que llegara el original. No llegó. Después fui a la biblioteca a buscarlo, pero entre las buenas críticas y la pequeña repercusión que tuvo en algunos medios de comunicación, siempre estaba prestado. Además, en estos dos últimos meses el blog, palabra que casi estaba escrita en mi apellido, no ha hecho más que quitarme tiempo.
Ser de Trieste como Stuparich y querer ser escritor debe ser como ser hijo de McEnroe y querer ser tenista de saque y volea. Duro, reservado a los auténticos valores. Magris, en el posfacio al volumen, explica la vocación de Stuparich como parte de un compromiso intelectual global, dignamente heredado y vivido con entrega y frutos considerables en distintas direcciones, no todas estrictamente literarias. Según él, Stuparich representa la corriente luminosa de la literatura triestina, el lado amable, que no quiere en absoluto decir fácil, de aquel universo. Para decirlo en pocas palabras, el intento de construir una obra sobre la verdad del hombre, concebido como un ser que aún puede ser virtuoso.
La isla cuenta el encuentro de un padre, enfermo muy avanzado de cáncer, con su hijo. El padre convoca al hijo para que pase con él unos días en la isla que le vio nacer -no recuerdo si aparecen los nombres de pila de los personajes centrales, pero, en cualquier caso, resulta evidente que hay una voluntad de esencialidad en la descripción de las relaciones paternofiliales, un intento de que la narración sea un exemplum no moralizante sobre ellas. Los dos están bien avenidos, con esa extraña mezcla de afinidad electiva y consanguinidad que nunca aparece en las películas de Eastwood. La certeza sobre la próxima muerte del padre crea, sin embargo, en el hijo una distancia con respecto a él que no sabe cómo gestionar. Querría ayudarle a llevar el peso, peso le ha escondido la gravedad del mal y la narración no da pistas claras sobre el grado de conocimiento que el padre tiene de su enfermedad. En cualquier caso, parece una personalidad que cobra vida haciéndose ligera para los demás, más dotada para dar que para recibir ayuda. La muerte, vista en el espejo del padre se convierte en un memento trágico para el hijo, que es el siguiente en la cola, aunque quede mucho espacio aún entre él y la caja. Y todo ello, sentido de forma turbia, delirante, porque aún busca ser un ente autónomo. Solo al final del libro, cuando los dos se alejen de la isla, tras un brusco empeoramiento, comprenderá lo que pierde: “El hijo vio empequeñecerse la isla, desvanecerse en el horizonte bajo el inmenso resplandor del mar. Fue aquel el primer momento en el que tuvo la conciencia precisa y simple de lo que perdía al perder a su padre”. Hasta entonces la preocupación y el sufrimiento hacia su progenitor eran los de un ser en parte indiferenciado con respecto a él, un hijo condenado a serlo ante tan hermoso padre.
La historia está muy bien escrita, lo que ocurre tiene dimensión trágica de altos vuelos, en parte por la habilidad en la descripción del paisaje, contrapunto a la desazón del hijo y al cáncer del padre. Por poner un pero, diría que alguna redundancia, para mí , sobra. Sin embargo, se tiene la impresión de estar ante un mar y un campo tan hermosos como indiferentes hacia el sufrimiento, que sirven de escenario sumisamente vivo, dando profundidad a esta breve anécdota, unos días nada más (97 páginas), que es ejemplo de capacidad técnica y reflejo de la verdad tristemente luminosa, esa que a veces solo el arte sabe darnos, esa a la que aspiran los clásicos positivos.
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