El ideal del viajero tradicional no consiste en hacer
del viaje un trámite, como ocurre con lo que podríamos denominar filosofía AVE, sino en convertir el
trayecto en una consistente experiencia, más importante, a veces, que el motivo último por el que se viaja.
El AVE ha cambiado la manera de viajar. Los paletos como yo,
en lugar de mirar el paisaje miramos a qué velocidad perdemos el tiempo; ni espacio les
queda a los niños para aquella recurrente pregunta: ¿Cuánto queda? Una
cosa así ya solo se oye en los autobuses, llenos de menesterosos y de algún
refractario al AVE. La onomatopeya del tren, por otro lado, el chu chu de mi infancia, debe a haber
pasado a un pssss, con menos eses incluso. Además, para los que valoramos
el cine, se ha perdido la posibilidad de remedar la escena en la que quien
viene a despedirnos nos acompaña al andén y nos da la mano a través de la
ventanilla bajada. Ahora, tienes que despedirte de los acompañantes como en los
hospitales o en los aeropuertos, antes de pasar a la zona restringida, con esa
extraña sensación de que te enfrentas a una experiencia que se te escapa de las
manos. Por no hablar del dulce chacachá del tren, sin
el que nada sería de algún salaz héroe de Apollinaire.
No, el tiempo no es oro para quienes no somos emprendedores
ni buscamos nichos de mercado. Solo la alquimia fruto de la experiencia feliz
es capaz de convertirlo en metal noble y en el AVE no da tiempo ni a que
alcance un mínimo de quilates.
Quizá por eso, el espectáculo de las antiguas estaciones de
tren, cuando son hermosas, como la Estación del Norte de Valencia resulta tan
reconfortante. he aquí como la describe Manuel de Lope en Iberia, la puerta iluminada (Debate, p. 2003, p.
290-91):
“…Valencia recibe al viajero con una estación de ferrocarril
muy bella y especialmente acogedora. El vestíbulo está cubierto de mosaicos
dorados. Por las cornisas corren guirnaldas de naranjas de cerámica. La
Estación del Norte es un edificio de los años veinte, tachonada con estrellas
de cinco puntas que le dan aspecto de haber sido decorada para recibir al
Ejercito Ruso, pero que deben ser el emblema de la compañía de ferrocarriles
que la construyó.”
Si tuviéramos que referirnos a Zaragoza, el texto podría ser
el siguiente:
“…Zaragoza recibe al viajante con una estación del AVE inhóspita
y descomunal. En lugar de un inexistente vestíbulo han sido habilitados diversos
prefabricados que desmienten por completo el carácter de fría vanguardia del
proyecto original, fruto de un oscuro culto al cierzo. Mirando, en efecto, el
volumen de aire que cabe dentro y se envalentona a lo largo de sus vías, se
diría que estamos, más que en una estación ferroviaria, en un inútil hangar con
pretensiones de falansterio racionalista, un imposible cruce de diseño y despropósito que te
invita a salir de allí cuanto antes, si es que tienes la suerte de que el tren no te deje muy lejos de una de las
escaleras móviles que se encuentran en cada extremo. Los amigos y deudos que te
despiden, si quieren enterarse de que has accedido a tu asiento, deben recorrer
enormes distancias, desde las que, con suerte, podrán pensar que el perfil que
ven en la distancia, a través de la ventanilla, allí abajo, en el foso de los
monos, es aquel que se va”.
En ese vestíbulo del que habla M. de Lope se desea buen
viaje a los viajeros en varios idiomas y uno siente que hay cierta coherencia
entre el deseo y lo que parece prometer el edificio. En las estaciones del AVE,
como mucho, podría haber carteles diciendo algo así como ni se va a
enterar de que viaja.
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