Quienes nos quieren no nos llaman por nuestro nombre y apellido. Y, sin embargo, cuando encargan la inscripción que debe figurar en nuestra tumba, nos apuntan con la filiación completa, como constamos en los registros, en la cartilla de ahorros, en el correo que todavía llega a casa, en todo el inútil rastro de documentos que los muertos guardan en nuestros cajones.
Para los vivos, los muertos dejan pronto de ser tú para transformarse en él, ella. Pero, hasta que las letras del pronombre cambian del todo, pasa un tiempo en que revisamos sus enseres, usamos su ropa, los mejores zapatos que dejaron, la cartera casi nueva que caprichosamente desdeñaron y no queremos sentarnos en su sillón. Entonces, todavía no son él o ella, y , como un resto de cuando les llamábamos por su nombre, llevan nuestra incómoda mano cogida en su bolsillo o de repente encontramos los sudokus que olvidaban entre las páginas de un libro. Si hace falta, incluso nos ponemos sus calcetines. Los notarios, las funerarias, los bancos, por otro lado, se empeñan en acelerar el proceso que lleva del vocativo al nominativo, que sustituye la presencia ligada a un nombre por el nombre y apellidos sin cuerpo. Entre ellos y el tiempo, casi ganan la batalla. Sin embargo, cuando menos lo esperamos, quizá un ocioso día de verano, en un maldito duermevela que se escapa al control, volvemos a llamarlos. Ni están ni se les espera, pero todavía no hemos aprendido que tú ya es casi él, ella, y no va a responder, no se va a molestar nunca más porque no le dejamos en paz ni para mear.
Vamos, quizá unos meses después, al cementerio y las letras de bronce que brillaban demasiado, se van pareciendo a las de los antiguos residentes. Leemos el nombre completo, el del libro de familia, y pensamos que ese fue nuestro marido, amante, hermano. Tú, corazón mío, a quien llamaba sin parar en mi ayuda, como un injusto reflejo, has pasado de ser tú, a secas, a ser Vargas Heredia, hija y nieta de Camborios.
Por eso, entre los ilustres prohombres de un cementerio civil de postín sentí el grito que salía del nicho de Antonia, a la que alguien quiso evocar en carne y hueso en cada visita, alguien que se negaba a darla por muerta del todo, alguien que no sabía que las flores marchitan sin remedio y en lugar de olor proyectan sombras.
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