- Are you in the mafia?
- Am I In the what? (Tony en un diálogo con su hija)
El intento de Tony Soprano de someterse a psicoterapia para curar su stress o su depresión, quizá su spleen de Nueva Yersey, tiene tanto de ilusorio como la idea de que el amor es gozoso (Proust: “en el amor, la felicidad es un estado anormal”). Tony pretende lo imposible, ser un rey primitivo, generoso y cruel, caprichoso y justo, ligado por línea genealógica con los pares de la mesa redonda de la mafia, y al tiempo un buen padre de familia, un buen vecino, un hombre elegante, un emprendedor al uso, casi diríamos.
Condenado a la esquizofrenia, solo es transitoriamente feliz cuando pierde el sentido por amor. Un rato, el tiempo de tirarse a alguna desesperada, porque después en casa tiene que cumplir otra vez, sacar la basura, no poder escoger el canal de la tele que le apetece ver y aguantar al petardo de hijo que le ha tocado en suerte. Este semejante, hermano nuestro, acude a la psiquiatra como quien pide a una bruja un filtro mágico (Prozac) que le quite la desazón. Tony, pobre, somatiza y oculta los motivos por los que va a la consulta de la doctora. Así no hay nada que hacer, por más que la psicoterapia actual se haya ido adocenado y, todo lo más, pretenda hacer llevaderas vidas que se atragantarían a cualquiera. Hace ya mucho que no se oye a nadie decir lo que significa reintegrar al paciente al mismo orden establecido en el que se gestó su enfermedad, sobre todo cuando el malestar tiene causas estructurales. Pero lo único que Tony quiere es que se le pase la fatiguita…Ya, lo único, como si los angustiados no supiéramos lo difícil que es eso. Resulta sintomática aquella escena en la que acude a ver a la doctora después de desnucar a un matoncillo que ha importunado a su hija. Sin saberlo, se le ha quedado pegado al elegante pantalón un diente del finado. Hubiera sido el momento ideal para la catarsis, el momento de la verdad terapéutica. Pero no, Tony quiere seguir siendo el rey, incluso delante de la doctora, inventarse más capítulos del personaje que le ha llevado a necesitar la ayuda que ahora no sabe aceptar. Aunque, ahora que me acuerdo, la doctora desde el principio de sus sesiones le advierte de que si le cuenta algún delito se verá forzada a comunicarlo a la poli. En fin, que la terapia es inviable de todo punto, no le vale ni para volver a casa renacido hasta que al día siguiente se le agolpen de nuevo los problemas.
Pobre, pillado entre lo que supone nombrar heredero, aceptar que su sobrino posee el vigor que a él le va faltando, enseñarle los trucos del oficio, perdonarle sus desmanes adolescentes, pillado en fin, entre su sueño de eterna juventud y la necesidad de abdicar, en un nuevo subidón mítico de loca y resabiada sangre real, se deja llevar por sus caprichosos humores y acaba con la vida del príncipe. Ay, señor, más cosas que esconder, que ya no le va quedando nadie con quien poder relajarse. Ni psiquiatra, ni mujer, ni hijos, ni compinches
Ahora que se ha vuelto de actualidad la llamada banalidad del mal, a raíz de la película de M. von Trotta sobre A. Arendt y su hermoso Eichmann en Jerusalén, cabe decir que el mal de Tony no tiene nada de banal, es un mal cuya única curación estaría en ser un verdadero rey que pudiera hacer de verdad lo que le diera la gana, algo difícil en la sociedad democrática. Solo así, el capo dejaría de tener ganas de liquidar a cualquiera por un quítame allá esas pajas.
En fin, que en esta fábula sobre la justicia poética del ofendido que se resarce salvajemente, un infinitamente poco violento como yo, puede proyectar sus sueños de poder, su malestar y sus ganas de enfrentarse a los de las ventanillas, a los de las multas, a los que dirigen el tráfico y hasta a quienes nos gobiernan a través de un pater famililias con hijos adolescentes y un padrino mafioso. Tony está en la línea de los de los bandidos de Sierra Morena de Robin Hood, pero pasado por lo negocios sucios y el más profundo desencanto.
(Fuente de la imagen)
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