A veces me lo encuentro en el sitio del copiloto, sobre todo cuando tiene las pata sucias de barro; otras, se tumba en el hueco que hay entre los asientos de atrás y de delante, como queriendo decir que con él (¿él?) no va la cosa; en un par de ocasiones, lo he pillado sobre la bandeja de atrás, como si lo hubiera comprado en un mercado vintage para dar ambiente hogareño al coche. Solo le falta mover la cabeza de un lado a otro, aunque con su tamaño chocaría con el cristal. Lo cierto, es que hace tiempo dejó de viajar en el gran maletero para asentar sus lindas posaderas donde, dentro de unos lábiles límites, le ha dado la gana. En el gran maletero viajan ahora unos barrotes que compré para aislarlo. Sí, claro, se me olvidaba decirlo, lo ato, y con su arnés rojo de los viajes largos es digno de ser visto.
La relación del perro con el coche es cosa que fluctúa entre el amor y el odio. Odio, porque es el vehículo que le lleva a la guardería canina, al veterinario, quién sabe dónde…; amor, porque no se queda solo en casa, porque viene conmigo, con la estrafalaria manada humana a la que pertenece. En verano, dejarle dentro para ir a hacer algo requiere toda una serie de precauciones ligadas al sol. Lo primero es saber si el coche está aparcado a la sombra, en el momento de dejarlo y durante el rato que va a estar solo. Después, hay que dejar las ventanas entreabiertas, lo suficiente para que pueda respirar, pero no tanto como para que alguien pueda hacer un chandrío.
Todo lo anterior ha sido escrito para demorar el recuerdo de la oscura sensación que se vive en el momento de dejar al animal encerrado. El fotógrafo Martin Usborne ha dedicado una larga serie de retratos a canes dejados solos en los coches. El origen, según leo en la documentación de la expo, se encuentra en un recuerdo de infancia de Usborne, quien vivió una mala experiencia con sus padres. Mientras ellos compraban en el supermercado, se sintió abandonado sin remisión. De ahí quizá, el tono dramático que por momentos tienen sus retratos, teatralizados a través de la iluminación y el efecto que produce la nieve o la lluvia en el exterior, por ejemplo.
Es quizá eso lo que menos me gusta de algunas de sus fotos, la sensación de que ha cargado las tintas, como si no bastara un tono neutro para transmitir la desazón del animal encerrado en un sitio que intuye que no está hecho para ese fin. Si es verdad que el fotógrafo se sintió abandonado para siempre por sus padres, es posible que la herida le haya hecho magnificar la situación de momentánea soledad, quizá no tan dramática en la mayoría de los casos. Pero es posible también que la sensación de abandono sea parte de un reproche más amplio, de deudas afectivas más profundas que encuentran vía de escape en esa situación. Quién sabe, quizá Usborne ha proyectado en los perros un desamparo desmedido. Entonces, ante la inseguridad que produce un sentimiento no suficientemente aclarado, proyectamos en otros lo que nos pasa a nosotros. También me ocurre a mí, pero al revés, en este caso. Con tal de alejar el sentimiento de culpa por el abandono del perro en el coche, a veces de más de una hora para ver exposiciones de fotos, minimizo el hecho de que en la mirada de un perro a través de los cristales cerrados hay una llamada infinita de compañía. Quizá haya que aceptar que la vida está hecha de paréntesis, incluida la de los perros, divinidades emergentes de la vida cotidiana.
(La serie completa en la página web del fotógrafo) (Enlace a la galería en la que han estado expuestas las fotos hasta el día 27 de abril)
(Fuente de las fotos) Images © Martin Usborne
Images © Martin Usborne
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