miércoles, 22 de mayo de 2013

La pequeña Pépée, chimpancé chez Ferré



- Il-y-a un abîme entre Pépée et les animaux, comme il-y-a un abîme antre nous et les animaux, quoi, l’abîme du raisonnement, quoi.
- Vous placez Pépée donc pratiquement comme un être qui raisonne, pense.
- Oui, mais c'est pas moi qui la place, c'est qu'elle raisonne, elle pense. On dit malin, n'est-ce pas?
- On dit malin, oui. 
- Moi, je dis que d'abitude on dit malin comme un singe, moi je dis qu'elle est malin, maline comme un homme...  (Léo Ferré)
                                         (Fuente de la imagen)

Leo en Libération una suerte de reseña de las memorias que Anne Butor, la hijastra de Léo Ferré, acaba de publicar con prólogo de Benoîte Groult. Recuerda en ellas  los años vividos con el cantautor francés.
Hacia 1960, Ferré vivía en el castillo de Pechrigal (Lot, Midi-Pyrénées) con Madeleine, su mujer de entonces, Baba, Charlotte, Titine (vacas), Arthur (toro), amén de unos cuantos san bernardos, numerosos corderos, ovejas, cabras, un pony, un búho y algunos chimpancés. Además, invitados a cenar, acudían todas las noches los perros de los alrededores, en busca de comida de mejor calidad que la que les ofrecían sus dueños. En fin, que como en la canción, no faltaba ninguno, pero nada excepcional si tenemos en cuenta el terreno disponible y el gusto laico franciscano de la pareja por los animales. En el vídeo al que pertenece la cita que figura al principio de la entrada, y que enlazo aquí, se pueden ver algunos de estos animales y a sus dueños junto a ellos.
Pero en esas, llegó un cachorro hembra de chimpancé, Pépée, y pronto mandó a parar. Férré la había conocido en 1961, cuando se la compro a un señor cuya advertencia resultó profética: "si ce n'est pas vous le patron , c'est elle".
Léo hablaba abiertamente de ella como de su hija, y Madelaine, en sus diálogos con la mona, se refería a él como papá. Nada excepcional, de nuevo. Comportamientos semejantes son relativamente frecuentes entre los propietarios de animales domésticos. La mona compartía mantel y mesa con la familia, con bastantes buenos modales, por cierto. También compartía con sus amos el vicio del tabaco y hasta daba fuego, como se aprecia en el vídeo citado, a los huéspedes. Además, le gustaba echar la siesta, y de noche, después de la tisana de rigor, se ponía el pijama para dormir en su cuarto. Ah, y no hacía ascos a  la tele, aunque prefería la inmediatez de la relación directa con las personas. Nada excepcional, quizá, de nuevo.
Una vez muerta, Ferré le dedicó una canción que da idea de la fuerza del vinculó que debió de crearse entre él y el animal. Al comparar las orejas de soplillo de Pépée con las del cantante Gainsbourg, Ferré alaba la falta de vergüenza de Pépée, que no necesitaba de scotch (ni celofán ni güisqui) para mantenerlas a raya de noche (T'avais les oreilles de Gainsbourg/Mais toi t'avais pas besoin de scotch/pour les replier la nuit). Es quizá una manera de evocar la ingenuidad del chimpancé, frente a la malicia del humano. Con el añadido, además, de que Pépée, como otros muchos mamíferos, poseía ese estatuto fronterizo entre el bicho, el niño y el humano adulto que hace posible que su dueño proyecte en ellos las virtudes del buen salvaje, el candor y espontaneidad, la fogosidad e la inconsciencia, la delicadeza de quien no está dotado para ella. No es difícil, por ejemplo, ver en un perro el brillo de una inteligencia que, sin embargo, al cabo, se deja eclipsar, en mayor o menos medida, por el instinto. Contemplar ese combate es un espectáculo del que algunas personas quedan prendadas, hasta el punto de que en los actos de desobediencia del animal ven aquello que no fueron capaces de hacer a causa de su cobardía o de una pacata valoración de riesgos. El animal se deja ir, presta oído a esa llamada de la selva que nosotros intentamos ignorar a menudo.
Pépée, entre tanto mimo, como había profetizado su anterior dueño, se había convertido en el amo de la casa. Fastidiaba a quien no le permitiera hacer lo que quería, mordía con saña al servicio y a la hija de Madelaine no le dejaba hacer los deberes. A veces, como un ángel terrible de los de las películas de Pasolini descubría la falsedad de la vida burguesa, poniendo al desnudo su vacuidad. Un día, durante la vista de un prefecto y señora, hace acto de presencia y tras servirse un buen pedazo de carne, quita las pulseras a la invitada, la pajarita y el reloj al marido y, a continuación, las pieles y el sostén a la misma a la que ya había dejado sin joyas. No se olvida, por cierto, del collar de madame, antes de ponerse a salvo de su ira. Una ira, que quizá le hubiese costado la enemistad de los Ferré, porque cualquiera que osase oponerse a su permisividad con el animal se arriesgaba a caer en desgracia. Pequeñita (1'20 cm de altura aprox), pero fuerte (como cinco o seis hombres), Pépée definitivamente ha creado una monarquía en casa anarquista. Ella es la princesa y el bufón. Sus enormes caninos, además, aumentan su poder de convicción. Gare au gorille!

Anne Butor, en un momento dado, deja el hogar para volver con su padre. Y hasta el mismísimo Léo, de  veleidades jainitas en su pasión animalista, no puede más. Abandona entonces el castillo de Lot para volver a París, poco después de que Pépée hubiera sufrido un accidente. No acabo de saber si se trata de una separación que presumía terapéutica, de un huida en toda de regla para comprar tabaco o de que tenía que atender a sus negocios. En cualquier caso, no volverá a verla viva y, además, terminará por separarse de Madelaine. Su último adiós será una hermosa y sentida canción de amor que recuerda las manazas de Pépée, su gran corazón, sus ojazos y su corta vida, que llegó hasta el día 7 de abril de 1968, el más cruel de los abriles. Mayo no cambio el mundo, tal vez era solo un brote agudo de conflicto generacional, pero hizo entrever unos ideales de vida que sin duda Pépée hubiera podido compartir. Eso sí, si antes hubiera pasado por la escuela de reeducación de un buen encantador de chimpancés.
En una entrevista en la que Ferré hablaba de las cosas de Pépée en el tono maravillado que solemos usar los dueños de animales para contar sus portentosas anécdotas, la entrevistadora le pregunta a bocajarro si ha querido a algún ser humano tanto como a Pépée. Él, emocionado, contesta: Me deja sorprendido...No lo sé:


Nada extraordinario, tal vez, aunque a K. Lorenz le hubiera parecido un auténtico despropósito.


Enlace a la canción de Ferré en la versión italiana.

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