lunes, 7 de mayo de 2012

Tremendo y mortal combate de Amadís con la Belle sans merci en un bar de la ciudad.

De la simpar escaramuza que acabó con la vida, aunque no con el deseo de Amadís.

Ella tenía unos ojos muy hermosos  y se acercó a Amadís dudando si despreciarle o hacer de él dos pedazos,  tres a lo sumo. Amadís, a pesar de su escasa agilidad, intuyó el golpe y dudó si dejárselo dar. Al fin, quiso esquivarlo, pero fue alcanzado con la punta de una mirada y, por su parte, apenas consiguió dejar un leve rasguño en la dueña de aquel hombro que hubiese querido besar. Ella, por la saña que tenía, por el disgusto que llevaba, por la difícil vida que le había tocado, por lo mucho que le gustaba el drama, no sintió el arañazo y volviéndose a Amadís le clavó los ojazos en la cara  y lo derribó a tierra, con el vaso y todo de gin tonic a medio beber. Recobrado, sin embargo, Amadís  le rasguñó con otra mano el brazo al tiempo que decía “qué perra eres, coño” y la intentó pellizcar  y casi le hirió las carnes, que el alma era de pedernal. Ella pugnó por arrancarse el pellizco, pues, por raro que parezca, bien que lo había notado y, por ende, parecía,  por lo menos desorientada. Amadís, aunque en el fondo gustaba de su propia

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herida de amor, también procuraba arrancar de su ser aquella presencia extraña. Fue entonces, a resultas del esfuerzo, cuando perdió pie y dio con su cuerpo y otro gin tonic en un precario taburete. En ese momento su suerte hubiese quedado en manos de Ella, si no hubiese sido por un repentino empujón de otro de uno de sus cortesanos, que quizá celoso, quizá sólo torpe, de un empentón le hizo  hincar a ella un rodilla en tierra. Procuró no soltar la birra, pero no pudo ser. Amadís, mientras tanto, se había reincorporado y quiso ir contra Ella. Así fue,  le dio un golpe tan fuerte en la cabeza que le hizo saltar el yelmo y parte de su armadura, una de las mejor trabajadas del barrio. Al verla tan cerca y sin maquillaje creyó que podría cortarle la cabeza. Y de hecho le cortó los pelos a cercén, pero no acertó con la carne tolenda y la negra mirada, que era lo que a él le traía a mal traer. Ella entonces se apartó y Amadís, sin soltar el mechón, con el impulso que llevaba  dio en tierra sobre una mesa y se quebró por la mitad, él y la mesa.  Ella se tentó la cabeza por ver si estaba seriamente herida. Al no sentir nada de nada fue en un último esfuerzo con los ojos enhiestos contra Amadís, que, partido en dos como estaba, comenzó a temblar en el suelo, y le dio un golpe tremendo en el corazón.  Amadís se agitó con la angustia de la muerte y finó, él, su blog, su facebook y todo cuanto poseía.

A esa sazón, el padre Amadís, venido desde el más allá, se había inclinado sobre su hijo y con sus manos trataba de detener la sangre de sus heridas. Cuando lo vio muerto, empezó a blasfemar.

Ella le dijo:

- Desesperado de Dios y de tu bendita madre, ese que ahí yace ha pagado su  atrevimiento y ganas de juerga.

Y, haciéndole quitar las manos de las heridas de su hijo, dijo también:

- En guardia, Vd. también, señor padre, que yo me los meriendo de siete en siete.

El padre no hacía más que maldecir a Dios y a los santos. Ella arrancó la mirada que había quedado clavada en el cuerpo muerto de Amadís, se la puso de nuevo en su cara y sonrió, pero en lugar de acabar con el anciano espectro se fue a su casa a través de la espesura sin más explicaciones.

Los alguaciles pusieron el cuerpo de Amadís en su carreta y qué grandes  eran los ríos de sangre que manaban de allí. Los pocos habitués que habían aguantado el espectáculo lloraban y así fueron contando lo ocurrido por la ciudad de Zaragoza, donde todos quedaron maravillados de las hazañas de Ella.

(Pseudo Amadís de Aragonia)

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