Quizá calcadas del mismo cartón, las dos Giocondas, la del Prado y la del Louvre se parecen mucho, pero en el fondo no se parecen nada. No se podría decir, sin embargo, que se parecen como un huevo a una castaña, sino más bien como el jamón serrano del montón, o quizá ibérico de cebo a un buen Jabugo. En términos artísticos, una, la del Prado, casi solo posee interés documental, y la otra encierra el misterio de la vida congelada, la que queda cuando un gran pintor da por acabada una obra. Una, la del Louvre, es tutta sale e pepe, toda sal y pimienta, y la otra es sosa, como las personas que solo tienen apariencia. Si hubiera que ponerle al cuadro del Prado un título, le iría que ni pintado uno de un cuento de O. Wilde, La esfinge sin secreto, que narra cómo alguien se enamora del rostro de una mujer que a la postre se descubre sin interés alguno. Es un tema muy del gusto del Baudelaire que estudió Benjamin, el del paseante de la gran ciudad que se va quedando colgado de miradas instantáneas de las mujeres con las que se cruza (À une passante), promesas efímeras de felicidad. Sin embargo, la Gioconda de Leonardo más que prometer cela un secreto, un misterio que solo estaba en la cabeza del autor, pero de cuya estela no es difícil que el espectador se haga eco. Basta con mirarla para entenderlo, a pesar de los devastadores efectos ligados al síndrome turifel . Otra cosa es intentar formular esa enigmática mezcla de dulzura, seriedad y tímida picardía, reproducirla con palabras.
Coincido bastante contigo. Estuve viéndola a finales de febrero y volví pocos días antes de que partiese para el Louvre. Las dos veces salí pensando lo mismo, la mano derecha es muy parecida en ambos cuadros.
ResponderEliminarEso de la mano resume muy bien lo que yo quería decir.
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