Como quien tiene una casa en su pueblo o un chalet en el campo e invita a sus amigos a comer al aire libre por primera vez en el año, así la primavera anima a desperezarse a los pies, a que nos deshagamos de los calcetines y expongamos los dedos entumecidos al sol, a que cuelgue el tacón de los zapatos sin talón cuando en una terraza cruzamos las piernas, a asumir incluso el riesgo de ser pisados o mirados insistentemente en el tranvía. Pero, después, amenaza lluvia y quien te había invitado para el sábado siguiente se retrae y no sabe qué hacer, si arriesgarse a la lluvia, a un último y precioso catarro o posponer el ágape para más adelante. Y pregunta entonces a los partícipes, que se ven abrumados por la cuestión y medio refunfuñando piensan para sus adentros, que decida ella, que para eso lo ha organizado todo, no voy a ser yo el que diga si vamos a su casa. Así, pero de forma meliflua, se lo hacen saber a la anfitriona por feisbuq o a través del grupo de guasap.
Quien no sabe qué hacer con sus pies, temiendo adelantarse y que sean los únicos de la oficina o de la clase que van en pelotas, también consulta a su cónyuge, a sus amistades, sobre todo a su conciencia, si debe arriesgarse o no, si es mejor mantener los dedos enfundados o darles recreo para que se acomoden a su gusto y se sientan relativamente libres sobre el calzado, como nosotros mismos en casa.
Hay quien delega la decisión en Brasero, el metereólogo de la Tres, de manera que la libertad de los pies queda a expensas del ciclón o anticiclón, de las bajas o altas presiones, del aire frío de la atmósferas y otras circunstancias que nunca he entendido ni entenderé. Yo sólo sé que llegados a este punto de mayo, lo único que quiero es seguir con mis calcetines puestos, pero viendo los pies de los demás cuando por la mañana temprano cojo el autobús: uñas pintadas de verde, cutículas tonsuradas, meñiques avergonzados, como hermanos pequeños a los que el anterior chupó la crecida, protuberancias, guisantes o garbanzos, dedos cuya orla de sudor sobre la cándida plantilla denota que tienen vida propia, y también dedos desastrados, a sus anchas o en racimo, como preciosos percebes que se echaron a perder, dedos que cumplirán ya pocos años más y parecen languidecer como plantas sin agua, dedos honestos, algunos, sin afeites, lavados y recién peinaos, dedos, millones de dedos que uno no acierta a entender cómo habían estado ocultos durante tantos meses, cómo es posible que no se hayan entumecido, deprimido, desconsolado, marchado a vivir al sur.
Así, un dedo cualquiera entre dos aguas, dos estaciones, incapaz de tomar una decisión intrascendente, arrepintiéndome de no haber previsto que iba a llegar el momento, me siento yo, un dedo pequeño que no sabe qué día va a hacer mañana, aunque Brasero lo tenga claro.
Opino que es pronto y no procede quitarse aún los calcetines, por muy precios0 o delicioso que pudiera ser el resfriado. Es una modesta opinión.
ResponderEliminarQué cruz..
Yo soy de la misma opinión. De hecho el calcetín, si se quita, pasa a ser una de las terribles C que causan más mortandad a partir de ciertas edades: calcetín (quitado), catarro, caída, cadera. Si se quita, debe ser siempre sustituido inmediatamente por otro del mismo o mayor grosor
ResponderEliminarGracias por el comentario.
J