Chapotear, jugar con el agua casa bien con la alegría, te devuelve a un estado en el que te confundías con lo que te rodeaba, como un niño en una inmensa playa, junto a un pequeño charco en el que concentra toda su atención. En la escena de Cantando bajo la lluvia, el mundo adulto está presente a través del sombrero, el traje, el ambiente urbano, pero lo desmiente la ligereza de los pies del bailarín, su desprecio del paraguas.
Mas la lluvia casa bien con la tristeza. Las gotas que te
mojan el pelo, que llegan a los labios, son como un inmenso llanto del que te
conviertes en un desheredado interprete. Tuve una amiga que en cuanto empezaba
a jarrear salía a la calle a pecho descubierto a andar, a pasear su desvelo, a
dejar que se emparara su tristeza.
Por mi parte, no soporto los paraguas, los pierdo y ni
siquiera recuerdo haberlos perdido, me molestan colgados del brazo, con esos
mangos tan retóricos, tan rebuscados,
tan pretenciosos. Y, además, son siempre pequeños, ni siquiera las sombrillas
de los entrenadores ingleses de fútbol te cubren del todo, te aíslan de la
humedad. Y si es así, mejor mojarse de verdad, sentir el efecto del agua, cómo
te despeina, cómo pone en evidencia la edad, cómo, a partir de un momento dado,
en lugar de gracioso o majico, pasas a ser patético y sientes que ni derecho tienes a estar triste bajo la lluvia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario