martes, 9 de julio de 2024

Mínima literaria hispánica. La pequeña gran historia de la literatura española, de J.C. Mainer (entrada publicada originalmente el 24/06/2014)

Historia mínima de la literatura española

José-Carlos Mainer, Historia mínima de la literatura española, 2014, Turner, 276
p. PVP: 14,90 euros

M. Rodríguez Rivero le reprochó  que, en la parte dedicada a reseñar las otras Historias de la literatura que ha habido, no hiciera referencia a la Historia social…de Blanco Aguinaga, I. Zabala y Rodriíguez Puértolas; hace unos días, Fernando Valls señalaba ciertas injustas ausencias, “Manuel Chaves Nogales, Ángel Crespo, José Jiménez Lozano o Alberto Méndez; o un comentario, por breve que sea, sobre el reconocimiento que algunos narradores actuales, sobre todo Javier Marías, Rafael Chirbes y Enrique Vila-Matas, están cosechando en otros países, sin ser los únicos”. E via dicendo, más pequeños peros en otras reseñas que ahora no recuerdo y, sobre todo, con las que no doy, a pesar del buscador de turno. Cada uno podría señalar una pequeña mancha. Yo, por ejemplo, creo que se le da demasiada cuerda a M. de Pisón, pero nos movemos en este caso, como en otros, en una zona que por su cercanía temporal invita a la discrecionalidad. Por lo demás, otras de las ausencias señaladas, Dueñas, Reverte, Sierra y compañía son ausencias que limpian.

Lo cierto es que Mainer parece haber encontrado un traje a la medida de sus muchos años de trabajo, un traje de miles de lentejuelas colocadas cada una en su lugar, de manera que refulgen o proyectan sombras, se juntan o dejan pasar la luz, como si  a pesar de estar hecho el conjunto de pequeñas teselas, el crítico no hubiera perdido nunca de vista el equilibrado resultado final. Luce en el detalle y deslumbra en el conjunto. Si se tratara de una imagen digital, diríamos que está tan cargada de píxeles que permite notables ampliaciones sin perder nitidez. Da la sensación, además, de que todo o casi todo deja rastros que permitirían seguir los últimos desarrollos, las recientes y más sólidas visiones de la crítica (para)académica. Y digo que da la sensación, porque un no especialista, como yo, en estos temas no puede afirmarlo con rotundidad. En ese sentido, otra de las virtudes de las que da ejemplo Mainer consiste en la ligereza, entendida esa en este caso como capacidad de pasar del caso a la categoría y viceversa, del ejemplo a la tendencia, del autor a la corriente, siempre con el largo aliento de quien conoce las tramas culturales, las corrientes generales y los riachuelos y desviaciones que se producen a partir del torrente.

Leyendo otros ensayos más detallados de Mainer, sus opiniones, por ejemplo sobre Ferlosio contenidas en Tramas, libros, nombres (Anagrama, 2005) o algunas de sus reseñas en prensa –en Babelia, en particular- a veces he tenido la sensación de que más allá de la facilidad de escritura,  faltaba densidad en el contenido, el texto quedaba corto al dar cuenta de lo que explicaban. No ocurre así en esta Historia mínima, plena de máximo rigor, economía y potencia.

Leí el libro hace un par de meses y ahora lo tengo prestado a la hija de un amigo. La niña tiene 16 años y pasó buena parte del curso escolar en Alemania, gracias a un programa de intercambio. Al volver, los profesores de su instituto se mostraron reticentes a la hora de convalidar las notas obtenidas en aquel país. El de lengua y literatura le pidió un trabajo de conjunto. Hablando con el padre sobre el libro de Mainer, se nos ocurrió que podría serle útil a tal efecto a la criatura. Si lo que ha escrito gracias a la Historia mínima… vale la pena, será prueba de que la obra goza de otra de las virtudes italocalvinistas, la versatilidad, que unida a la ligereza y equilibrio, harían de ella una obra modélica.

Coda: Dicho sea todo esto último, por un lado, como excusa ante la ligera vaguedad de la reseña, y, por otro. para cumplir con el lado íntimo y caprichoso que caracteriza a los blogs.

jueves, 1 de junio de 2017

adiós





La última exposición del Rincón del gato está dedicada a la Casa de Dios (Épila), toda ella obra de Basanta. El texto de presentación y de despedida es de Ricardo Duerto:


Que llueva el frío placer en su memoria,
mientras sus ojos se llenan
de todos los torpes besos de ciego,
de todos los ruidos de aquellos cristales
que entre los dos reventasteis
para formar en secreto vuestro tesoro.

 (Collar abandonado, El Drogas)



Un español tiene que intervenir porque le ha tocado un paisaje que no es paisaje, sino un problema a resolver. Una especie de enigma esotérico que esconde en el polvo la respuesta a lo que se ha sido  y se es.

(La España vacía. Viaje por un país que nunca fue. Sergio del Molino)





Libres os quiero
Épila se asienta en una extensa planicie cuyo valor geoestratégico en el nordeste peninsular no ha pasado desapercibido para un reciente grupo empresarial catalán. Lo que es el pueblo encarama sus casas en torno a Santa María la Mayor, una robusta iglesia parroquial desde la que se otea un fragmento de España vacía. A las afueras, entre campos de cereal, se erige el castillo o fortín que Julio Basanta, artífice y propietario, proclama, en los azulejos de la entrada, como La Casa de Dios. Cerca de una azucarera abandonada hace décadas y al otro lado de unas vías de tren por las que muy pocas veces los trenes se detienen. Por no decir casi nunca.


Nada en los alrededores evoca un lugar ni bucólico ni idílico. No hay rastro de bosques frondosos en los que inspirarse, y la recóndita cala de Portlligat queda a siete horas de coche. Nada en la Wikipedia -esa enciclopedia de andar por casa- menciona la Casa. Ni al autor. Tierra vacía. Ni en el apartado de patrimonio artístico ni en el del paisajístico. Ni tan siquiera en la sección de Curiosidades, en donde se destaca que la de Épila es la única localidad que posee un paso para la muerte en donde unos alabarderos escoltan al ángel encargado de cerrar el ataúd, lo que convierte a su Semana Santa en “visita obligada”.


Llegamos un día de finales de marzo, a la caída de la tarde. Julio Basanta podaba ramas al otro lado del murete. Creo que era una higuera. Recibió al cuarteto de curiosos como materia impertinente, pero se fue soltando. Habló de su oficio de albañil en su más de media vida en el barrio de Las Fuentes de Zaragoza, de su obligado retiro durante la crisis económica y de la visita de Crónicas marcianas, aquel programa que hizo arte con la llamada telebasura. Todo ello acompañado a contraluz de la figura de su santa, con la que ha formado en secreto su divino tesoro y cuyo nombre es, en sí mismo, una revelación: Luz Divina Díez.



Tras recibir los primeros disparos, Julio Basanta se retira a sus aposentos y vuelve raudo para mirar a cámara con un crucifijo plateado colgado al cuello y darnos a leer una carta personal del Departamento de Historia del Arte de la Universidad de San José (California) que guarda en un tomo de tapa dura editado hace cuatro años: Singular spaces, en donde la Casa de Basanta ocupa varias páginas en ese recorrido que la estudiosa Jo Farb Hernández dedica a los entornos artísticos españoles que van de lo excéntrico a lo extraordinario. De lo marginal a lo extravagante, como sugiere el título publicado por Siruela hace diez años: Escultecturas margivagantes. La arquitectura fantástica en España, en el que junto a la fortaleza de Julio atracan barcos de secano, casas de conchas, catedrales de botes de colacao o cabañas colgadas en los árboles.


Al primer impacto que el desconcertante escenario provoca cuando te acercas, se suceden reacciones que he visto oscilar desde el desatado fervor hasta el declarado espanto, pasando por la simple falta de aprecio. Educados como estamos para la excelencia y el virtuosismo, resulta fácil activar los prejuicios. Que si el canon, que si la proporción, que si la perspectiva áurea... Yo agradezco la falta de artisteo -ese antiguo postureo- y no hay nada en este artista que me resulte impostado, como no sea ese gesto mecánico en el que alza las manos por encima de su cabeza, con las yemas de los dedos hacia el suelo, cuando se sabe retratado. Julio Basanta no es un teórico gurú, y ejerce en esa zona estrecha en la que hay gente que vive ajena a las etiquetas, porque sencillamente las ignora, sobrevolando la vergüenza del outsider o el orgullo del friki.  


Y sí, los hay que pronto catalogan semejante rareza en el apartado de Arte Bruto (Art Brut), que el francés Jean Dubuffet destinó para esas expresiones matéricas, espontáneas, lejos de la sofisticación, que entroncaban con el primitivismo. No era arte naïf. No era arte refinado. Era arte libre de ataduras convencionales, libre del peso de la tradición artística. Necesaria liberación para artistas sobre los que no se había posado la mirada. Como los niños, los presos, los marginados sociales, los enfermos mentales y todo aquel que a día de hoy se quiera sumar.


Como los hay también que se aproximan al cuadro escamoteando la palabra arte, como si designara una selecta denominación de origen. Los mismos que sacralizan el bolero de Ravel en detrimento de los tambores de Mayumana, los que disputan el término de literatura erótica a un buen relato pornográfico o los que escatiman el arte de una tela pintada a mano en Senegal, relegándola a artesanía. Quiero creer que el trasero quijotesco de Maritornes puede estar a la altura del de Jennifer López. Podré o no darle al like, pero no, no estoy en ese grupo diseñador de dicotomías. En la preparación de este texto me ha sorprendido toparme con la pregunta de si lo de este señor es arte o es locura, como si de términos excluyentes se tratara. Aún estoy en fase de recuperación.


Dando un último rodeo al santuario, veremos yuxtapuestos a Judas y a Pilatos, las barbas de Moisés y la caída de San Pedro, los verdugos de Roma y los de Juana de Arco, la cabeza de Bautista y una extensa colección de malditos bastardos. Entreverados, varias especies de reptiles y demonios de ojos rojos, igualmente petrificados. Crucifijos, cenotafios y banderas flanqueando la entrada o recortados en el azul celeste. En el más reciente rincón, forma un ejército de soldados con cruces gamadas y una lata de gasolina. Si se detiene la mirada, se encuentran tapas de cacerola, caballitos de plástico, telas estampadas, relojes que marcan correctamente la hora dos veces al día, penes de hormigón y pistolas de juguete. Al fondo, la chimenea en desuso de la vieja fábrica.


Un mes más tarde de aquella nuestra visita, la página de Google alcanzó récord histórico de búsquedas para “tercera guerra mundial”. Y visualicé de nuevo, congregada en las puertas de su castillico, esa amplia caterva de brutales verdugos, protagonistas del más antiguo al más nuevo y sanguinario de los testamentos. Esos que todavía inspiran la Historia de esa o de aquella parte del mundo. Los de esta España cainita, abrupta y árida, capaz de lavarse las manos y de mirar hacia otro lado mientras las seca al sol con parsimonia. Esas manos que, en 1977 y 2002 dispararon, respectivamente, tres balazos intencionados y uno “fortuito”, matando a Vicente y a Moisés, el hermano y el único hijo varón del creador de La Casa de Dios.


Lo que sus obras tengan de dolor en el costado o de cruzada terapéutica, de exvotos impíos o de salvajes exorcismos, de exaltación redentora o de grito visceral quizás ni el propio artista lo sepa. Aun en el caso de que nada tuviera sentido o de que todo fuera un redundante sinsentido, otra causa sobreseída más, el arte no sería muy distinto que la expresión balbuceante de esa vida equiparable a a tale told by an idiot, full of sound and fury.


Conducidos a este juicio final, bajo la vacilante luz crepuscular, esta exposición, la primera que alguien dedica en el mundo a la obra de Julio Basanta, es la última de un ciclo que Javier Brox abrió en octubre de 2009. Con ella concluye una etapa de casi 50 exposiciones de amplísimo espectro, cuyas reseñas han acompañado a magníficas recomendaciones culturales en el blog de Actividades extraescolares de esta Escuela de Idiomas, OficiaI para más señas. A lo largo de las 1.848 entradas visitadas más de 300.000 veces, hay espacio para evocaciones y reflexiones, viajes por el mundo y paseos con el perro junto al Ebro, en un itinerario que trenza lo nuclear con lo periférico, la impureza más clásica y la más bizarra pureza. Un recorrido único que lo mismo ha dejado testimonio del antiguo picaporte de una puerta que de la lápida de un cementerio. En el aldabonazo de Presentación del Departamento, el jefe Brox declara que hablar otro idioma es “desdoblarse, ensanchar miras, estar dispuesto a cambiar la manera de ver las cosas…”. D.E.P. Nadie dijo que fuera fácil.
A fecha de hoy, 31 de mayo, la ultimísima entrada del blog data de hace dos semanas y lleva por título “Entrada libérrima”. Volviendo la vista a los inicios, la cita de T. S. Eliot que inspiró el nombre del blog (holdontightmarie) era una invitación a agarrarse fuerte y lanzarse cuesta abajo por encima del erial de nieve. Que sepamos, Eliot no pisó la comarca de Valdejalón ni visitó La Casa de Dios, pero la estrofa de referencia podría servir de irónico presagio de esta muestra. Pertenece a The burial of the dead (El entierro de los muertos), la primera parte del poema The waste land, algo así como Tierra baldía.


In the mountains there you feel free (Uno se siente libre, allí en las montañas), dice uno de esos versos. Y así, hemos visto cómo todo esto fluía, como arroyo que brinca, en libérrimo trineo sobre la alegre pendiente. La sensación de ahora es agridulce. Quiero creer que el espíritu de García Calvo impregnaba las propuestas de su discípulo Brox Rodríguez, en su empeño por compartir curiosidades y asombros, propios y colectivos. I want to believe, pero entre los archivos por desclasificar, las cartelas de las galerías de arte y los modernos proyectos educativos de centro, qué jodido lo ponen. Así que libraros quiero, que libres os quiero.



















RDR


Alguna de las fotos expuestas, la mayoría de Ricardo Duerto, unas pocas de Andrés Guerro y alguna de Concha Salilla:
































domingo, 23 de abril de 2017

El día del libro, cuando deberíamos quedarnos en la cama, en pijama, con un buen libro en la mano.

Leslau

- Nunca he vivido de ilusiones. Soy filólogo (Aub, Max, Campo Francés)

Decía R. Bolaño que era más feliz cuando leía que cuando escribía. Yo soy más feliz leyendo algo que me gusta que haciendo casi cualquier otra actividad que dure más de unos pocos minutos. Pero cuando digo feliz no estoy pensando necesariamente en pasarlo bien como si estuviera en un parque temático, donde, por cierto, me aburro soberanamente, más incluso que escribiendo. Pasarlo bien leyendo puede interpretarse de muchas maneras, riendo, sí, pero también dejando caer alguna lágrima, sonriendo, más que riendo, a menudo, o sufriendo, con el cerebro exhausto, dudando si quiero a alguien o si no, con mi pasado o mi futuro en carne viva. Mi presente no, ese queda a salvo de las dudas, porque el libro es un refugio antiaéreo contra las sirenas del deber, un perímetro sagrado que nadie debe pisar, como los cementerios indios. Hay ruidos, voces, llamadas que te distraen, claro, pero los más grandes momentos de intimidad los he conseguido encerrado con un libro, en pijama, a poder ser, sin salir de casa, sucio, yendo al váter o a la cocina sin soltar la presa sagrada, como la cabra de Miguel K. Con la edad, me he civilizado y uso hasta marcapáginas al principio. Después, no, superada la página 30, doblo las esquinas para no perder tiempo recolocando el adminículo y me meto el volumen en el sobaco allá donde voy. Si me distrae el hambre o el teléfono, los atiendo a regañadientes en arameo. Lo único bienvenido es la sed, que da gusto apagar entre página y página. Sobre todo si los efectos del bebercio coinciden con el final de la historia, o por lo menos con el de algún capítulo.
Cuando se me atraganta un autor, me siento fatal, intento seguir y de hecho lo hago casi siempre hasta el final, pero no es lo mismo, porque entonces busco distracciones, miro a las moscas que cuando disfruto de verdad con un libro no veo, no paro de dar paseos a la nevera, que no doy con QEERTYUIOP, de echar ojeadas al móvil del que ni me acuerdo con el reciente Los años de Jesús en la escuela, de tocarme el cuello dolorido, indemne con La Cartuja de Parma, de bostezar, cosa que no hice una sola vez con El Quijote, aunque me quedé con la boca abierta de la maravilla, incluso mientras sentía la pena  inolvidable que me dio haberlo acabado, el libro que no debería terminar nunca, como algunas pocas personas. Quizá no lo hacen del todo, gracias al recuerdo que nos queda. Aunque el recuerdo no sería igual sin la muerte, sin el final. Los libros, además, a veces se pueden volver a abrir. No siempre, qué tiempos aquellos en los que arrancaba las páginas de A la búsqueda del tiempo perdido para llevármelas a las garitas de mi mili. Cuánto gané entonces, cuántas vidas he vivido en la piel de otros.

Ay, Lesbia mía, vivamos y leamos, que viene a ser todo uno cuando vives bien, lees bien
Dame mil libros, después cien,
luego otros mil, luego otros cien,
después hasta dos mil, después otra vez cien;
luego, cuando lleguemos a muchos miles,
perderemos la cuenta, no la sabremos nosotros
ni el envidioso, y así no podrá maldecirnos
al saber el total de nuestros besos y de nuestros libros!


23 de abril. ¿Qué es literatura?

Buenos días, Sr. Banville. ¿Qué es literatura?


La literatura es vida. Henry James dijo que el arte hace la vida, de lo que yo saco que el arte perfila la vida. Ya seamos lectores o escritores, la literatura intensifica el sentimiento de estar vivo.
https://elpais.com/cultura/2013/04/23/actualidad/1366725600_1366735648.html

San Jorge desestructurado sin poder meter su caballo en el tranvía mientras le espera la princesa que ha dado esquinazo al dragón